Fatalidad, signo cruel, que sin piedad se llevó,
el más valioso joyel que tu querer me brindó…
En ocasión del viaje relámpago y secreto que, Evita -ya enferma y diagnosticada- hizo apenas entrado 1952 a Méjico, solo acompañada por Juanita Larrauri -chaperona, amiga y confidente- en la búsqueda última y desesperada de un shamán y el agua milagrosa que procurarían su cura, se cruzó circunstancialmente con Julio Jaramillo, casi adolescente todavía, y se precipitó sobre ellos un rayo de atracción fulminante del que ninguno de los dos pudo abstraerse.
Fue una noche de amor tempestuosa e inolvidable que, apenas unos meses después, Eva se llevó a la tumba y Julio convirtió en Nuestro Juramento, su canción emblemática.
Internado, en la etapa final de la cirrosis que acabó con su vida bastante prematuramente también, JJ le transmitió a sus amigos Olimpo y J:D Feraud Guzmán -su editor discográfico- algunos pormenores de ese encuentro clandestino que lo marcó para siempre, confiándoles además, previa promesa de guardar el secreto, el nombre de la verdadera destinataria de esos sentidos versos.
No era la primera mujer casada o comprometida, ni sería la última, dentro de su larga cadena de romances, pero ninguna otra como ella le impactó tan fuertemente.
La había visto, casi niño, en los noticieros cinematográficos, hablando a su pueblo desde el balcón de la Casa Rosada, exhibiéndose, fuerte y segura, dueña de una avasallante personalidad.
Le habían llamado la atención, e impactado fuertemente, su entereza, y la voz firme con la que conmovía a la muchedumbre que interrumpía su discurso para aclamarla y corear su nombre: Evita… Evita… Evita…
Esa Evita, la misma Evita, pero que, ese día, entregándose por entero a sus más profundos y auténticos sentimientos -amparada, seguramente, en la convicción de que jamás irían a volver a verse, y movida, tal vez, por la pasión incontenible que ese hombre le había despertado- dejó surgir, junto a él, la mujer débil y temerosa que escondía con vehemencia.
No puedo verte triste, porque me mata tu carita de pena, mi dulce amor…
Una pequeña acongojada que había sufrido tanto en su niñez, y que, ahora, cuando todo le sonreía, veía a la fatalidad golpear a su puerta.
Me duele tanto el llanto que tú derramas, que se llena de angustia mi corazón…
Agotada, pero plena, Eva se durmió abrazándolo.
Enternecido, Julio le susurró: si yo muero primero, es tu promesa, sobre de mi cadáver dejar caer todo el llanto que brote de tu tristeza, y que todos se enteren fui tu querer…
Pero si tú mueres primero, yo te prometo, escribiré la historia de nuestro amor, con toda el alma llena de sentimiento. La escribiré con sangre, con tinta sangre del corazón…
Julio cumplió su promesa: aunque sin nombrarla, escribió, con tinta sangre de su corazón, la historia de ese amor, intenso e imborrable, pero fatalmente prohibido.
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