Despertó temprano. Quitó de los labios la piel que se había desprendido durante la noche. Siempre que hacía frío comenzaba la mañana con aquel tirar de pellejos.
Con lentos ademanes buscó sus chancletas e introdujo sus enormes pies en ellas. Quedaron trocadas. Ambas tenían sendas abolladuras que delataban que no era la primera vez que habían alojado los pies equivocados. Se levantó y fue arrastrándose hasta el cuarto de baño. Las chancletas apuntaban sus redondos hocicos hacia fuera, cual raro animal bicéfalo que luchara por ir en diferentes direcciones.
Entró y se miró al espejo. ¡Hacía tanto tiempo que no miraba su rostro! Pero aquél era un día especial, de lo que se deduce que sólo se miraba los días que para ella eran especiales, y sin duda éste era uno de ellos. La última vez que miró su cara, él le hacía burlas por aquel grano. Siempre que podía, se reía de ella, y lo hizo muchas veces.
Volvió a observarse. Ahora quedaba un pequeño bultito rosáceo donde había permanecido el grano durante meses. Por lo demás, su cara no había experimentado ningún cambio significativo como a veces ocurría. ¿Para qué mirarse? Allí sus cejas sin arreglar. Pero ya tenía claro que en nada mejoraría su aspecto si las depilaba. Además, aquella forma peculiar, tan ancha.
Una vez estuvo sin mirarse al espejo ocho meses y veintitrés días. Los había contado hasta que tuvo que arreglarse para la boda de su hermana. Detestaba las bodas con todas las fuerzas de su corazón, no había para ella nada más cursi que una boda. «Te puedes encontrar, con tan sólo una pasada, los vestidos más ridículos y los colores más chabacanos que te pudieses imaginar, vistiendo a aquellas viejas decrépitas con cara de tortas, pintadas como unas puertas, que parecían estar anunciando algún dentífrico cuando me preguntaban: ¿Cuándo nos das la sorpresa queridita?
¡Las muy hijas de putas!
Se sentó en la taza y orinó, teniendo cuidado de que el chorro no diera de lleno en el agua. Detestaba la gente que hacían del orinar, un acto de proclamación donde parecían decir: ¡Señores, estoy meando espléndidamente!
Se secó con el papel y volvió al espejo. La esperaba su cara redonda, blanca, de piel de huevo de pavo. «Oh sí, de niña resultaba muy graciosa mi carita repleta de pecas». Le daban un aire de ingenua picardía. Pero como ya no era una niña, recordaba aquello que decía el tío Carlos, que en paz descanse: “después de los 30, todos somos responsables de nuestra cara». O aquella disertación que hizo cuando alguien comentó en una reunión de la más rancia alcurnia, que tío Carlos tenía mal aliento. Se levantó del sofá, se detuvo al lado del piano de cola, colocó una mano sobre la brillante madera y, con la parsimonia que lo caracterizaba cuando anunciaba un acontecimiento importante, dijo: “¿A qué huele el culo cagado de un niño?» Silencio total. «Me quedé muerta», solía decir Bonnie, cuando lo contaba, «a culo cagado de niño», se contestó. Y volvió a decir: «¿a qué huele el culo cagado de un viejo? Pues a rayo, a podrido, ¡Huelo a lo que tengo que oler, joder! «Casi me dan las siete cosas», contaba a las que trabajaban cerca de ella.
Aquel discurso lo comprendía ahora, cuando estaba pasando por todos los horrores de saberse dueña de un adorable culo de aburrida «solterona», como le decían, sin apenas conocer su vida.
Odiaba aquel juego de cartas. Que manía de emparejar cosas. De pequeña se le helaba la sangre cuando le caía aquella baraja sin pareja, con aquella mujer flaca, de moño alto y gafas. Todavía recordaba la vez que perdió y los otros niños gritaban: «¡ Solterona, Solterona, Solterona!»
Recogió el vestido del suelo. Lo había dejado la noche anterior después de soltarle de cogote. No era que fuera gorda. Pero por razones que nunca entendió, su cuello era ancho y repleto de roscas, que sintonizaban muy bien con su torso tamboril y sus delgadas piernas. Una vez quiso corregir estos defectos con ejercicios. Dios sabe cuánto sufrió. Finalmente desistió, demasiados ojos sobre ella «en aquel puto gimnasio».
Por fin se puso el vestido. Era de un color rosa que la hacía más blanca aún. Su pelo ralo y rojizo quedó atrapado dentro de la ropa. Lo sacó de un tirón, y lo peinó sin esmerarse demasiado.
Se puso sus zapatos negros, recogió su gastado bolso y miró con impaciencia el reloj de su cuarto. Era pronto y aquel tipo la había timbrado ahora. Tarde o temprano siempre llamaba. «Me
gustan las feas», le decía.
Saldría ya. Quería percatarse de que las que operaban con ella en aquella zona, habían dejado en paz su esquina.
Al llegar seguro la estaría esperando. Y empezaría con sus frases guarras y ella, sonreiría, y le daría una tímida palmada, jugueteando como si le gustara: «Que cosas dices…», diría, ocultando sus pequeños dientes con una mano.
No estaba. Pasaron cinco, diez, veinte minutos y ni rastro. Las de enfrente cuchicheaban y se reían.Una gritó:» «Eh Pecas, ¿te la dejaron en la mano»? Bonnie le iba a contestar con lo que más le dolía, pero ella estaba nerviosa y no quería otra vez problemas.
Volvió a mirar el reloj, no vendría.
«¡Maldito mil veces! Un día, un día; no hay nada más grande que un día detrás de otro, (se decía). Ya verás, ya verás lo que es capaz de hacer Bonnie la Pecas. Esta semana será la última. Te lo prometo. Buscaré otro trabajo. Estoy hablando en serio Mr. Viagra. Ahora sí, no será como las otras. Aunque me llames mil veces. Otro trabajo, ¡me oyes so mierda!»…
Alguien silbó a su espalda. Ella, sorprendida, se dio la vuelta, saludó con la mano que sujetaba el bolso, miró a las de enfrente y pensó, «jódanse putas baratas». Él llegó como si no pasara nada, y sin mirarla, ni hablar una palabra, le puso una mano en las nalgas, he hizo una ligera mueca que pareció una sonrisa.
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