Había llegado el primer día de la vendimia. El calendario inició el mes de octubre con un calor desmedido. Todo estaba preparado en la bodega de Toñin.
Su padre Augusto, fue el fundador de esa bodega cuarenta años atrás, en Fuentecén. Ahora con setenta y cinco años a sus espaldas, sus huesos marcaban una acentuada artrosis. Su pelo gris ceniza enmarcaba un rostro surcado de arrugas. Su voz suave y su alegría, a pesar de los momentos adversos, siempre le hizo ganarse el respeto de sus empleados. Desde que sufrió un problema pulmonar hace quince años, delegó todo su trabajo y sus responsabilidades en su hijo Toñín, de treinta y cinco años.
Le gustaba pasear por el majuelo con Petra, su mujer, sumergido en una rutina que le mantenía cuerdo, ajeno a cualquier obligación, sin nada en que pensar, olvidando poco a poco un pasado que parecía remoto, en el que se encargaba de todo en la bodega que fundó. Sus huellas se hundían en la tierra, sin prisas, con las amapolas cubriendo los márgenes del camino y abandonado a una felicidad que jamás imaginó.
Los vendimiadores ya estaban recogiendo la uva en el majuelo. La almacenaban en cajas y Toñín lo llevaba a la bodega en el tractor.
Toñín y los trabajadores pararon a merendar. Su padre se acercó a él:
—¿Sabes a quién he visto en el pueblo? A Elisa.
—Padre, déjame tranquilo. No quiero saber nada de ella.
—Pero hijo…Me preguntó por ti. Creo que deberíais hablar.
—Ya sabes lo que pienso. Tuvo su oportunidad y se fue a la ciudad. A trabajar, o yo qué sé que historias. Me dejó plantado. Y ahora quiere hablar conmigo…
—No seas así. Estaba indecisa, erais muy jóvenes…y tú has sufrido mucho por ella.
—Eso ya lo olvidé, padre. Ahora es agua pasada. Fue simplemente un amor de juventud. Además, habrá preguntado por mí por curiosidad, sin más. No creo que a estas alturas tenga ningún interés.
—Hijo, tú sabrás. Pero si no me equivoco por ahí viene—dijo mientras giraba su cabeza y observaba a la lejanía—. Te aconsejo que no hagas o digas nada de lo que luego te arrepientas.
—¡Qué liante eres, padre!—dijo desconcertado, mientras su padre se alejaba.
A los pocos segundos Elisa apareció. Los vendimiadores ya habían vuelto a su trabajo y estaban los dos solos.
—¡Hola Toñin!—dijo Elisa con una sonrisa que le cautivó, como en los viejos tiempos—.¿Qué tal estás? Me dijeron que estabais vendimiando y he venido a saludarte.
Toñin la escudriñó con detalle, observando su porte elegante, aunque vestía con sencillez unos vaqueros y camiseta blanca, y llevaba el pelo rubio recogido en una coleta. Su voz dulce y cadenciosa y la mirada penetrante le estremeció, removiendo sus sentimientos por dentro como un torbellino.
—Hola Elisa. Me sorprende que hayas vuelto al pueblo después de tantos años y más que te pases por aquí—. Contestó mostrando cierta frialdad.
—Bueno, no me esperaba un abrazo, pero sí al menos, unas palabras cordiales—manifestó contrariada por su tono.
—Perdona, no quería molestarte, pero es una gran sorpresa tu visita.
Ambos se miraron fijamente sin mediar palabra, como perdidos en la inmensidad.
—¿Quieres probar este vino? Es de nuestra bodega. La cosecha del año pasado fue excelente—dijo dejando a un lado su resentimiento.
—Claro. Ya he oído en la radio que habéis ganado varios concursos y vuestro vino es muy conocido.
—Así es. Nos va muy bien, aunque nos ha costado mucho esfuerzo.
Elisa probó el vino y se sintió encantada por su sabor y aroma.
Augusto estaba unos metros más allá, observándolos. Y aunque no pudo escucharlos, sintió una punzada en su corazón que le recordó a Petra y a él cuando eran jóvenes, cuando el rubor emergía sin motivo, cuando el corazón se desbocaba sin freno y los besos sabían a miel.
Rogó a Dios que se dieran una oportunidad y su sorpresa fue que la súplica fue escuchada, pues en la fiesta de fin de vendimia ambos fueron juntos a la cena.
Su padre pensó que Toñin se lo merecía, a pesar de la espera. O quizás ambos, y el destino por fin les unió.
Poco después comenzaron a salir y al año siguiente se casaron.
Un año después nació Sergio, un 22 de diciembre, una mañana gélida y cubierta por una densa niebla.
Casualmente Augusto estaba ingresado en el hospital. Había sufrido una recaída. Estaba muy debilitado y después de un par de días su pronóstico no era nada bueno. Todos predecían lo peor. Cuándo sus hijos fueron a verlo a su habitación, no pudo contener las lágrimas al coger a su nieto en brazos, provocándole unos segundos después una amplia sonrisa. Poco a poco el abuelo fue recuperando las fuerzas y pasada una semana ya le habían quitado el oxígeno. Ansiaba el momento de tomar a ese retoño en brazos en las visitas que sus hijos y Petra le hacían a diario. Su recuperación fue rápida y nadie dio crédito a esa mejoría.
Esa energía que emanaba de su interior contagió a sus hijos.
Años después Augusto seguía paseando con Petra por los majuelos, pero ahora con su nieto cogido de la mano, inmerso en esa alegría que llenaba su corazón y que transmitió a Petra y a sus hijos. «Viviré para ver su carita y poder abrazarlo».
Augusto murió cuándo su nieto contaba cinco años.
Sergio heredó esa alegría contagiosa y soñadora.
Toñín y Elisa pensaron que ese fue el mejor regalo que les pudo hacer y dieron gracias por ese hijo.
Ahora es Toñín el que pasea con Elisa y su hijo cogido de la mano, con las amapolas cubriendo los márgenes del camino, sin prisas, ajenos al tiempo y con el corazón lleno de amor por ese niño que siempre desparrama alegría por cada rincón, con la sonrisa, con la mirada, con su voz.
Es un ángel caído del cielo.
Canciones :
«Te encontré» de Julieta Venegas (2022)
«Llueve alegría» de Malú con Alejandro Sanz (2018)
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