“El acto reprobable de un enajenado” decía el titulares del periódico de mayor tirada del país. Y todos los grandes medios estaban de acuerdo. Sólo eso podía ser Gerardo Rosales, el ex-agente de seguros que atravesó a perdigonazos el pecho del Presidente de Castellón con su escopeta de caza. Las innumerables heridas le provocaron la muerte horas más tarde.
“O un hombre solitario, desesperado,y sin nada que perder” replicaban en las redes sociales «algunos extremistas» de «peligrosa» empatía. La crisis económica lo había dejado sin trabajo hacía más de un lustro. Para cualquier hombre desahuciado y abandonado por su familia, las posibilidades de desarrollar adicciones y patologías mentales -cuál la gallina, cual el huevo- aumenta exponencialmente. Él tenía las papeletas. Salió su número.
Pero no se trataba de un caso aislado.
El estado de ánimo de la población era de creciente ira, frustración, desvinculación absoluta con la élite política y financiera. La crispación había convertido a “los que mandan” en enemigos. Los gobernantes se sentían seguros. Pero sus asesores y técnicos se preguntaban si esa voluntad de violencia no estuviera, tal vez, alcanzando umbrales críticos. Si las revueltas ciudadanas no alcanzarían niveles intolerables de violencia.
La pregunta, sin embargo, era otra.
Concretamente, debía haber sido: ¿cuántos hombres solitarios, desesperados y sin nada que perder había ahí fuera? O bien, ¿cuántos individuos son capaces, sin depender de nadie y por su cuenta, de perpetrar magnicidios?
Y la respuesta estalló ante sus ojos.
A las tres semanas del primer atentado un cóctel molotov entraba por la ventanilla del coche del banquero que todo el mundo conocía, causándole quemaduras de tercer grado. Desde su silla de ruedas, el señor B. no dudó en movilizar todo cuanto pudiese movilizarse con dinero para atrapar y hacer pagar de por vida a su agresor, identificado como Francisco Iraizoz. Desafortunadamente para él, éste se suicidó a las pocas semanas condenando sus ansias de venganza a una frustración irreparable. Sus más allegados se reconocían en privado, a veces en intensas miradas, que su caso había derivado en algo patológico.
Para el poder y los medios se hacía necesario encontrar un nombre para el fenómeno e identificar a un enemigo. Y coincidió que en ese tiempo, un grupo de miembros no-identificados, no-armado y sin estructura aparente llamado Capitonymous publicó en internet su “Manual Para Magnicidas Espontáneos“. Quizá hubiesen pasado desapercibidos si no fuera porque a la prensa le hacían su función. A las pocas horas de señalarlos unánimemente como «el enemigo», y provocando uno de los Efectos Streisand más potentes que se recuerdan, su panfleto ya había sido descargado y compartido millones de veces haciendo virtualmente imposible la identificación entre “potenciales terroristas” y simples curiosos. Las principales plataformas ciudadanas de alternativas políticas se desvincularon inmediatamente tanto de Capytonimous como de los agresores y publicaron en un comunicado su “firme condena“ a estos actos. Sin embargo, algunos de sus miembros, y de la sociedad en general, seguían creyendo que aquella era una vía de protesta que merecía la pena explotar.
La primera recomendación del Manual era toda una declaración de intenciones: “Si lo vas a hacer, sólo tú has de saberlo“. Sus breves páginas estaban cargadas de frases contundentes ”Lleva una vida cotidiana lo más normal que sea posible. Haz que parezca valiosa. Tu sacrificio será renunciar a ella cuando llegue el día“. “No busques nada en Internet. Analiza los lugares de reunión, vivienda, ocio o recorridos de tu objetivo por ti mismo“. “Céntrate en tu objetivo, no en la huída“. “Asume que tu acción será castigada. ¿Estás preparado para ser nuestro mártir?“.
Frases como semillas que sólo necesitaban alcanzar sus mentes fértiles. Y la prensa hizo soplar todos los vientos.
Comenzó el efecto contagio. Los intentos en mayor o menor medida exitosos contra políticos de los partidos mayoritarios, miembros de la casa real y grandes corporaciones, entre otros muchos cargos autonómicos, se sucedieron. Líderes particularmente culpabilizados por la sociedad Griega e Italiana también sufrieron consecuencias. El riesgo de una pandemia magnicida alertó a los principales organismos internacionales hasta el punto de que las Naciones Unidas creó una Comisión de Investigación para el desarrollo de una Guía de Recomendaciones de Seguridad para Representantes de la Sociedad de los Estados Miembros. Vio la luz a los tres años.
Mucho más ágiles, las asociaciones de prensa mayoritarias decidieron -casi por unanimidad- no cubrir estos incidentes. Un “pacto de silencio” con intención de evitar dar a los atacantes lo que reclamaban: impacto mediático. Aunque se acuñó el término de “violencia antidemocrática” para referirse al fenómeno.
Tras los primeros magnicidios exitosos, los servicios de seguridad se habían extremado en las esferas más altas. Los actos públicos se redujeron a mínimos y los cargos vivían cada vez más en sus ghettos de lujo. La desconfianza que tenían en el pueblo al que juraban servir era extrema. Todo ello, por supuesto, no evitó que se siguieran sucediendo ataques esporádicos de los que, la mayoría, salieron relativamente bien parados. Sin embargo, los guardaespaldas de algunos líderes independentistas -Carlos Morén y Álvaro Piñares, respectivamente- no tuvieron tanta suerte.
Con el paso de los meses, llegó un momento en el que los únicos ataques exitosos se llevaban a cabo contra alcaldes de pueblos de pocos miles de habitantes. Para entonces, la sensación mayoritaria era que las cosas habían llegado demasiado lejos. Intelectuales que jamás apoyaron públicamente el Fenómeno Magnicida se tornaron aún más pesimistas.
Nacho E. llamó la atención sobre el hecho de que “Desde que comenzó el fenómeno, la libertad de prensa se ha visto amenazada por la propia autocensura. ¿Qué periodista mínimamente consciente se atreve ahora a publicar presuntas irregularidades o delitos de corrupción si con ello puede estar condenando a muerte a un imputado? ¿Qué profesional honesto puede cargar con esa responsabilidad? El clima de violencia ha inhibido mecanismos fundamentales de control social como la libertad de prensa. La ha hecho inoperante. Lo único que se ha conseguido es que unos pocos se conviertan en víctimas y, para todos los demás, haya menos democracia“.
Un bloguero poco relevante, por su parte, escribió ”Tal vez creyeron que esta iba a ser la nueva revolución «à la française». Una actualizada guerra entre clases. Algo así como los conflictos recientes en Oriente Medio, donde la superioridad tecnológica y de recursos de Estados Unidos se ve incapaz de luchar contra un enemigo ubicuo, pervasivo y suicida. Pero nunca pudo ser así. No se daban las condiciones. Durante la revolución francesa, las cabezas que había que cortar eran visibles, claras, pegadas al cuerpo de individuos concretos que eran el sistema. Hace tiempo que ya no es así. El poder ya no está en las personas. ¿Alguien puede guillotinar a Goldman Sachs? No. Goldman Sachs es una Hidra. Y Perseo no está, ni se le espera“.
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