— ¿Te enteraste?—es Pablo que entra muertecito en mi librería de segunda mano. Desde que aparecieron los ebookchips comestibles, los libros en formato de papel sólo tienen como pretendientes a polillas, rumiantes o locos. Esos son mis clientes.
—Hola Pablo, ¿vienes de una sesión? Apestas a regaliz tío—le saludo sin despegar la vista del libro, un ejemplar de Fahrenheit 451 que encontré escondido en la nevera.
— ¡Lo van a ilegalizar!—el pobre suda como un diputado mientras busca dónde colocarse. No necesito mirarlo para saber que viene de su última muerte. El sudor con olor a regaliz siempre le delata.
— ¿De qué hablas, qué van a ilegalizar ahora, la lectura o la marihuana?—sonrío mientras doy una larga calada.
— ¡No me jodas Roberto! Ya sabes de qué te hablo. ¡Muertecita!
Pablo siempre fue carnaza para las drogas. Cuando éramos jóvenes las probamos casi todas, pero Pablo siempre quería más. El año pasado, cuando me llegó el primer anuncio de Muertecita, en seguida me acordé de él.
“Muertecita: pruebe la muerte en pequeñas citas. Supere su miedo a la muerte muriendo tantas veces como quiera».
Había una oferta de lanzamiento muerte en familia, un pack romántico Romeo & Julieta o incluso un especial Vlad para sadomasoquistas.
Las empresas que ofertaban cursos para perder el miedo a volar entraron en pánico cuando sus acciones se fueron a pique. Las que enseñaban cómo liberarse del terror a hablar en público prefirieron guardar silencio.
—Creo que, sin que sirva de precedente, estoy de acuerdo con el ministro—le suelto y recibo una mirada fulminante de inmediato.
— ¡Ni siquiera fue a visitar las instalaciones de Muert.Company!
—No sé Pablo, a mí me parece peligroso.
—Ya estamos… ¡muere más gente de apatía!
—No lo digo sólo por los muertecitos que no vuelven, leí que Muertecita modifica tu estado de conciencia.
— ¡Pues claro! De eso se trata Robertito, la muerte condiciona nuestras vidas porque no la conocemos.
—No me dejaste acabar, leí que ese estado modificado es similar al de los esquizofrénicos.
— ¡Eso no está demostrado! —el coqueteo de Pablo con las drogas acabó con una linda estancia en un psiquiátrico, aunque de eso hace años.
— Pero a ver Pablo, en serio, ¿por qué nunca me cuentas que ves cuando estás allí? ¿Duermes con los ángeles, masturbas a Dios, le tomas el pulso al diablo?
—Te lo he dicho mil veces, no me acuerdo. Es como cuando sueñas, pero no recuerdas con qué. Sólo te levantas con una sensación…
— ¿Con una erección?
—Sí, eso también —nos descojonamos un momento como dos buenos machos ibéricos—coñas aparte, el instinto de la muerte, como el del sexo, necesita satisfacerse.
—Es verdad, el orgasmo es la petite mort, así que cuando mueres debe ser un superorgasmo, ahora te empiezo a entender granujilla…
—No seas simple Roberto. Se trata del faná, de la aniquilación. Morir antes de morir ya era la premisa sufista mucho antes de Muertecita. La disolución del yo ante la inminencia de la muerte real te cambia la vida—tiene la mirada perdida como si hablara de su enamorada.
Pablo es sufí desde que vio a los derviches en Capadocia hace unos años. Volvió de Turquía convertido en un autodidacta derviche giróvago. Daba vueltas y vueltas sobre si mismo hasta que decía que ya lo entendía todo y luego te pedía perdón y se desmayaba.
—Joder, que profundo te pones chaval, pues no sé.
—Lo que está claro es que ahora que la ciencia permite viajes de ida y vuelta al más allá el catolicismo vive horas bajas y esos son los que tiran de las cuerdas de tu minestrone.
Mientras Pablo suelta su discurso busco la noticia. Me como el newschip “Prohibición de Muertecita” de Público Media, con sabor a naranja. Vale, sí, soy poco coherente, pero una cosa es comerme una noticia y otra destrozar por ejemplo La Cosecha de Hempel zampándome un ebookchip de chocolate. Las malas noticias vienen patrocinadas por la CEOE. Así que tengo que degustar las opiniones de Juanito Rosell.
“¿Qué será lo próximo que haga Muertecita, esta empresa mejicana de tres al cuarto, sacar oposiciones? No queremos comunistas en España”.
Rosell hace una pausa esperando los vítores, que no tardan en llegar. Se quita las gafas para dar mayor énfasis a su ya imponente y autoritaria figura. Mira al tendido abriendo mucho los ojitos y se las vuelve a poner. Un sabio. «Queremos cumplir las leyes, pero ha de ser sólo una, y debemos respetarla todos. Todo lo que no beneficie a la CEOE acabará perjudicando a la sociedad española. Hay que ilegalizar Muertecita, sin contemplaciones, sin esperar a que no se pueda hacer porque no se puede hacer. ¡Se ilegaliza, punto, raya y final!”
Parece que debido al nuevo estado de conciencia la gente está menos preocupada por lo material. Las ventas en España cayeron a límites de mileurista en el último trimestre. Juanito siempre tiene razón.
El sabor a naranja desaparece en cuanto asimilo la noticia por mi glándula sublingual.
—Tienes que probarlo Roberto. Es una auténtica liberación, nunca había sentido tanta paz como con Muertecita— Pablo seguía a lo suyo.
—Perdona que discrepe, pero no me inspiras demasiada serenidad.
—No seas cabrón tío, claro que ahora no estoy tranquilo. Aún me quedan meses para completar mi proceso. Y justo ahora me lo van a quitar.
—Mi proceso. Me suena a secta.
—A ver, piensa un poco ¿por qué crees que el Vaticano y toda la panda de liberales ultraconservadores están en contra? A la gente la controlas por el miedo y…
—Sí sí, ya me lo sé Pablo, pero a ver ¿ha cambiado mucho el mundo en el último año? Toda esa gente que dicen liberada del miedo a morir sigue acojonada por si le queman el coche en una manifa.
—No tienes ni idea, repites lo que lees en esa mierda de periódicos subvencionados, ¿a cuántos muertecitos conoces?
—Aparte de a ti, a ninguno—confieso.
—Entonces tendré que quemar mi Mercedes—dice Pablo y sin darme turno de réplica sale de mi negocio novocentista y entra en el siglo XXI.
— ¡No estarás tan colgado! —le grito sintiéndome un poco culpable. Pero ya no me escucha.
Pienso en correr detrás. Pero sólo lo pienso. Le doy una calada al porro y retomo la lectura de Bradbury hasta que me quedo dormido.
¡Piiiiiiiiiiiiiiiiii!
¡Piiiiiiiiiiiiiiiiii! ¡Piiiiiiiiiiiiiiiiii!
El gilipollas de Pablo ha vuelto. Me niego a salir. Aguanto cinco minutos, diez, el pitido infernal. Observo mi pequeño refugio antes de abandonarlo. Llevo conmigo al refrescante 451.
Cuando cruzo el umbral veo a Pablo fumando junto a su coche. Lo va a hacer.
Los edificios vecinos se agolpan curiosos frente a mi librería. Se ocultan tras sus luces de neón. Yo hago lo mismo con mis gafas de sol.
Mi compañero de papel empieza a ponerse nervioso. Pablo tira la colilla sobre el Mercedes empapado en gasolina y 451 sale despavorido cuesta arriba antes siquiera de escuchar la sirena de bomberos. Mi amigo muertecito cree que me ha demostrado algo. Silba satisfecho mientras juega con las llaves de la máquina inmolada.
Me acerco hasta él. Estás colgado, le digo mientras le quito las llaves. El clase A resiste como puede con su carrocería ignífuga. Ahora que lo pienso nunca había conducido el deportivo de Pablo. Ahora que voy a morir puedo reconocer que no probé Muertecita por miedo. Miedo a volverme más esquizofrénico de lo que temo estar. Miedo a volver recordando qué hay allí. Porque yo, a diferencia de Pablo, siempre recuerdo lo que sueño.
Sueño que estoy en Berlín, en la Bebelplatz. Es el 10 de mayo de 1933. Es la plaza donde los Nazis quemaron un millón de libros. Caigo hacia abajo, a un cubo perfecto de estanterías blancas, rectangulares, vacías.
Pienso en visitar Muert.Company. Arranco despacio siguiendo las huellas de 451. Paso frente a la sede de la CEOE. Empiezo a tener calor. Un cocodrilo con pinta de llamarse Xochitonal espera en la puerta. Es un sicario de Santa Muerte. Al final de la avenida, 451 está a punto de entrar en el complejo Muert.Company. Acelero. Si el fuego me lo permite atropellaré sus páginas sin piedad.
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