Volver a los veinticinco, o  a los diecisiete que cantaba Violeta Parra. A la música que me acompañó, a los filósofos, poetas, sabios y locos, que descifraba a través de los libros viejos que encontraba en la Cuesta de Claudio Moyano.

Un par de clicks para vivir de nuevo aquél concierto de los Stones, para escuchar de viva voz al mismísimo Jung o,  para que un experto te explique paso a paso como elaborar un excelente jabón natural aprovechando  el aceite usado en la cocina, tal cómo veía hacer a la abuela en el patio de mi infancia. ¡Que tutorial habría colgado en Youtube! Cómo se lo habría pasado el abuelo – que aprendió a amar la profesión de cocinero-  buscando sorprendentes fórmulas culinarias, capaces de convertir el vino de Cariñena en esferificaciones para acompañar unas buenas torrijas o deconstruir unos rabos de pasa que él siempre aconsejaba para tener una excelente memoria.

Como en las transiciones temporales del cine antiguo, el calendario me despeina con su vendaval de hojas cayendo y la locomotora cruza estaciones, túneles y puentes a toda pastilla. De vez en cuando se detienen en algún punto para seguir contándonos la historia del protagonista.

¡Inventos diabólicos! masculla la tía Evarista por lo bajini. No entiende como puede lucir esa burbuja de cristal con sólo pulsar la perilla que cuelga sobre su cama, ni que desde aquella caja,  colgada sobre un altar en la pared de la cocina, haya gente hablando, cantando coplas, dando el parte diario, o interpretando con mucho sentimiento los seriales de Guillermo Sautier Casaseca.

¡Al tranvía me voy a subir yo teniendo mis piernas fuertes para andar!

Se movía con soltura casi hasta al final de sus días. Calzada con sus alpargatas y con el único apoyo de su inseparable bastón, le daba a su marcha un ritmo frenético que  con mi corta edad no era capaz de seguir. Nacida en 1868, en un pueblecito de Toledo y viuda al poco de casarse, emigró a Madrid con su sobrina (mi abuela) quien la atendió y cuidó hasta que falleció a los noventa y nueve años. Le faltaron solo tres meses para que Franco le diera el premio por su centenario. No sé de donde sacó esa idea, posiblemente de la radio, de la que no se apartaba mientras desgranaba guisantes o remendaba unas enaguas.

Mi madre, encorvada sobre la pila de piedra, jura en arameo (y eso que era católica) mientras restriega la ropa con jabón “Lagarto” y reza a San Judas Tadeo para que mi padre le compre una lavadora automática.

Las mujeres de hoy os quejáis de vicio – nos reprocha cuando desfallecemos en las batallas diarias – ¿que no tenéis tiempo para nada? ¡Hay que fastidiarse! Ya me hubiera gustado a mí trabajar sentadita y llevaros a todos a la guardería nada más destetaros.

¡Treinta euros por cambiar la lámpara de la luz corta! ¡La madre que los parió! si ha tardado el tío cinco minutos. La mierda de coches que hacen ahora, con tanto chip y tanta electrónica que no hay quien les meta mano. Así entró mi padre aquella tarde en mi casa, vencido por las nuevas tecnologías de la automoción, su pasión. Incapacitado sin remedio para sustituir un miserable manguito o reparar una cámara neumática con un simple parche.

El tren de madera que sube perezoso entre los pinos de Navacerrada se ha transformado en AVE. Me lleva volando hasta el globo terráqueo sobre el que me plantaba en el Japón, en Egipto o en la punta de Tarifa,  con el mínimo esfuerzo de un dedo y mi imaginación. Receloso y frustrado, compite sin esperanza  con el Google Earth. A veces lo oigo cuchichear con  la colección de Historia del Arte que vigila altanera desde la estantería, mientras paseo a lomos de un ratón, por el Prado, el Louvre o  cualquier otro museo del mundo. Sus tapas rojas descoloridas, suspiran  recordando nuestro pasado de domingos, corriendo  al kiosco para no quedarme sin el último fascículo.  

Tan solo una década separa mi primer teléfono móvil, con el que comencé a cruzar peligrosamente  las calles olvidando incluso la sensación de ridículo que me producía ir hablando sola con el cacharro pegado a la oreja, de los artilugios que, como los peces piloto a los tiburones, acompañan simbióticamente a los humanos de hoy.

Entonces mis dedos sobre el minúsculo teclado, sugerían  elefantes jugando a la rayuela, pero ahora compruebo como se me han ido afinando y  vuelto muy bailongos. Lo que aún no he conseguido  superar  del todo, es el pudor y la culpa que me produce  escribir en este nuevo idioma  que ignora  las haches o las “q” de “queso”, se fuma las vocales y no discrimina las “bes” de las “uves”. Éste es el resultado de la Educación Pública que me grabó a fuego, lo de exiliar a la hache de echar y fabricar la hache de hacer, entre otras muchas reglas. A mi favor, valoro la capacidad desarrollada en la comprensión de mensajes del tipo “mamichuli, k boi a ksa a komr” y mi destreza en contestar con los nuevos pictogramas: “manita con dedo pulgar hacia arriba” + “carita sonriente”. No he encontrado aún la de “me tienes hasta la peineta” pero todo se andará. Confío ciegamente en nuestros nuevos ángeles protectores.

¡Gracias ingenieros del mundo!  Vosotros habéis obrado el milagro de la liberación femenina.  Que sería de mi sin ti, lavadora, microondas, vitrocerámica, robot de cocina, aspiradora,  pañales desechables. Gracias a vosotros, amados inventores, ya no pierdo el tiempo haciendo la compra en el híper, mirando escaparates, dándome de codazos en las rebajas, haciendo cola en los servicios de empleo, en los registros municipales, en los bancos… Nos habéis regalado mucho más que oro, incienso y mirra.

Inventores diabólicos de un Gran Dios, creador de nuevos métodos para hacerse con nuestras almas. Evangelizándonos con la  ilusión de estar más acompañados, informados, conectados, amados… a cambio de tiempo para adorarle. Con la promesa de acabar para siempre con nuestras incertidumbres.

La pantalla de mi PC, espejo que Carroll soñó mientras jugaba con la torpe y dormilona Alicia, me arrastra por el País de las Maravillas persiguiendo a un conejo estresado que no llega a tiempo a ningún lado.

Esta mañana, he abierto la puerta de mi casa. Hacía tiempo que sentía la necesidad de salir a respirar el aire contaminado de la ciudad. Ya no corro peligro de que las gramíneas que flotan en el ambiente primaveral me provoquen un ataque de asma. Es verano y parece que la ola de calor ha remitido. He llegado hasta el semáforo de la esquina y los sonidos de la calle han comenzado a distorsionarse, el suelo parecía de gelatina y el gris de los edificios teñidos de rojo por el atardecer, se ha ido a negro. Durante unos segundos interminables la niebla del miedo ha cortocircuitado mi cerebro, paralizado mis piernas y disparado los latidos de mi corazón. ¿Quién me manda salir a la calle? Creí pensar por última vez.

Una vez superada la parálisis inicial, la segunda reacción lógica ante un terrible peligro inexistente, consiste en una loca carrera hasta alcanzar el pasillo de casa. Por primera vez en veinte años no he necesitado el ascensor, ni recuerdo cómo encontré el acceso a las escaleras.

¡¡Ahhhh!!  ¡¡Home sweet home!!

Me palpo la espalda, el pecho, la cabeza, los brazos y piernas. No parece que haya ningún cable sospechoso que me tenga sujeta a ¿la bañera? Si no tengo. Que cosas se me ocurren,  pero a saber lo que ha podido evolucionar la cosa desde Matrix.

Abro el Google en el Smartphone y mis dedos patinan ágilmente sobre el teclado. Escribo en la barra: Psicólogos on-line.

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