Hay quien tarda un año en tirar la ropa de su  marido muerto, y hay quien incluso, no la tira nunca. Yo la recogí enseguida, la puse en unas bolsas de plástico y la volqué en el primer contenedor que me encontré en la calle. Sin embargo, un año después me sentía  incapaz de quitar su dirección electrónica de mi agenda de contactos. Tampoco eliminé sus mensajes. Nunca borro nada de la bandeja de entrada y  suyos, debía tener más de quinientos.  Durante los primeros meses, se convirtió en una obsesión, los leía en el trabajo, en el metro, por la noche antes de acostarme, por la mañana tras el desayuno;  en orden cronológico o escogidos al azar. Mensajes cariñosos o de simples recados, de reflexiones o de mera información. Mensajes con fotografías, con divertidas anécdotas, con desahogos. A Javier le gustaba escribir y aprovechaba cada segundo que tenía libre en el trabajo para enviarme unas palabras, tan sólo para que supiera que  aunque los trajines laborales nos mantuvieran separados durante gran parte  del día, yo siempre estaba en sus pensamientos, como una presencia inalterable. El último que me envió, ese catorce de agosto, poco antes de que cayera inconsciente en mitad de una tienda de electrodomésticos, terminaba diciendo que me deseaba un buen karma.  Es curioso, he pensado mucho sobre ello porque Javier nunca me había hablado de la reencarnación. De hecho, no era un hombre religioso, ni creía en nada mucho más elevado que la luz de las farolas. Pero ese día fatal terminó su mensaje así: “Te deseo un buen karma”  y dos horas después el corazón le reventó mientras compraba un microondas de última gama.

      Casi caigo fulminada yo también la  primera vez que recibí un mensaje con su dirección electrónica. Allí estaba, en la bandeja de RECIBIDOS, con letras negras y redondas, De javieruco@hotmail.com.  Lo primero que pensé es que alguien se había hecho con su clave y  estaba utilizando su correo  quién sabe con qué intención.  Maldecí al hacker que se había atrevido a profanar el último refugio donde aún lo encontraba.  Lo abrí dispuesta a decirle a ese malnacido  cuatro verdades y me quedé estupefacta, no atinaba a entender nada de lo que estaba leyendo,  “Hola reina, soy yo, Javier. No te asustes, sigo al otro lado, pero ahora me he reencarnado (bueno, más bien me he reenganchado) ¿Adivinas en qué?  Pues en este ordenador que tienes sobre la mesa ¿A que es increíble? Pues  ya ves, soy casi tan feliz como antes. Puedo verte  todos los días, puedo escribir y me parece que no he perdido tanto. Ya sé que te parecerá inverosímil, pero te seguiré enviando mensajes hasta que no tengas ninguna duda de que existo aún, aunque de otra manera. T. q. J.”

     Era más horrible de lo que imaginaba. Alguien estaba gastándome una broma atroz, alguien que había leído sus mensajes y hablaba como él, imitaba su estilo y hasta firmaba como había firmado Javier todas y cada una de las cientos de veces que me había escrito. Sólo podía ser alguien que me conocía, pero no se me ocurría nadie tan cruel. Decidí que debía responderle, encararme con ese miserable que no tenía la más mínima conciencia de lo que estaba haciendo y llamarle por el nombre que se merecía. Me salió un texto lleno de rabia e indignación, pero de todas formas le di a enviar.

      Durante los días siguientes traté de no pensar en ello, pero me fue imposible. Se me ocurrió que si averiguaba la clave de su correo podría cambiarla. Conocía los gustos de Javier, sus sueños, su vida entera. No podía ser tan difícil. Empecé por los nombres de su familia, los motes por los que les llamaba; tecleé  el nombre del perro que tuvo en la niñez,  el título de su libro favorito, la fecha en la que nos casamos, incluso  la de mi nacimiento, luego  lo volví todo del revés  y añadí varios números. Una hora después me rendí, aunque no del todo, porque cabía la posibilidad de que la tuviera apuntada en algún sitio, en alguna libreta de las que abandonamos en un cajón. Busqué en su escritorio y  allí, bajo una caja de caramelos rancios, encontré un pequeño cuaderno. En una de las páginas, tres palabras, escritas en grandes caracteres y curiosamente unidas:  LUNADEABRIL. Tecleé esas once letras y un par de segundos después accedí  al fin a su cuenta. Sin perder un minuto, cambié la clave y cerré la sesión. Había acabado con aquel tipejo sin escrúpulos,  o al menos, eso creía, porque unas horas después encontré un nuevo mensaje en la bandeja de entrada. De Javier. “Sabía que no me tomarías en serio. Pero puedo demostrártelo. Pregúntame cualquier cosa que sólo sepamos tú y yo, algún secreto que crees que me llevé a la tumba” T.q. J.

      Más que indignada, me sentía atónita. No estaba lidiando con un hacker cualquiera, había vuelto a hacerse con la cuenta y esta vez  pretendía ir más lejos. Pero tenía que acabar con esto, demostrarle que no podría conmigo.

“Está bien –escribí- ¿Qué te conté la noche antes de tu muerte, aquello que me hiciste repetir varias veces porque te parecía imposible creer lo que estabas oyendo?”

     Dos minutos después apareció la respuesta. La leí  temblando. Nadie podía saber eso. Absolutamente nadie. Me lo prometió.

     Cerré de un golpe la tapa del ordenador y  aspiré con fuerza hasta llenar de aire la más pequeña oquedad de mis pulmones. Lo retuve ahí durante todo el tiempo que pude soportarlo, como si quisiera también aplazar lo que estaba a punto de hacer.  Levanté de nuevo la pantalla  y comencé a escribir “te echo de menos, te echo de menos, te echo de menos…” así hasta llenar más de cien líneas que apenas podía leer porque una nube espesa se había colado entre mis ojos y ese maldito aparato. Luego, busqué su dirección electrónica y  lo envié, como quien envía al éter una dulce plegaria. Antes de que nadie pudiera responderme,  dirigí el ratón hacia el pequeño recuadro de arriba, justo donde decía ELIMINAR CONTACTOS.

     – ¿Está seguro? Me preguntó la máquina.

     Todavía me sorprende, en mi vida  he estado tan convencida de haber dicho  SÍ.

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