Al atravesar las desoladas fábricas al anochecer, los herrumbrosos obreros las vislumbran. Ellas les observan desde la azotea del edificio señorial, mientras contemplan las fábricas derrumbarse. Cuando regresan a los corroídos bloques que les darán cobijo por la noche, murmuran la historia vieja de su tragedia, la caída del imperio fabril de la antigua señora y la fidelidad de la compañera que continúa velándola. Les conforta su mutuo cuidado, su compañía entre los escombros.
—Pobre señora, si él siguiera aquí…—murmuran consternados—.
La señora, cada vez más lenta y chirriante, recibe ayuda de Alma. El lado derecho ciego hace diez años, tras una caída. No dejó todavía al médico sustituirle el circuito visual. ¿Para qué? —dice—. Envejezco, no lo necesito. Por ahora.
¿Por qué se deja morir la mujer indoblegable que de unos hierros y media docena de circuitos levantó su imperio? Vieja y decrépita como sus tierras contempla los días pasar junto a su compañera.
Alma, pequeña y silenciosa, parece conservar algo de fuerzas. Con delicadeza coge el frágil brazo y pulsa un botón. Descubiertas, contempla las azuladas venas e inyecta a la señora su dosis depurativa de nanorobots. Ella parece mirarla con sonrisa benévola.
Tras el anochecer, ambas mujeres se detienen en el salón ante dos antiguos hologramas. De pelo plateado y mirada acerada —reposando sobre una elaborada urna—, el padre de la señora, ingeniero de tercera, muerto en un accidente laboral. Sobre otra forjada con los restos de los fuertes brazos biónicos que se contemplan en el holograma —de penetrantes ojos azules y carnosos labios—, el hermanastro de la señora. Hijo de máquina y humanos.
—Una deshonra —se lamentó siempre. Ahora no parece pensar en ello más. Y da una palmadita, maternal, en la urna.
—Era mejor así —se logra entender.
Alma, detrás, esconde una lágrima furiosa. Su pecho tiembla contenido.
Un estrépito al amanecer lleva a la señora al dormitorio de Alma. La encuentra en el suelo, recogiendo presurosa ampollas y agujas. Coge la cara magullada entre sus manos y la contempla.
— ¿Otro desvanecimiento?
—Preparaba sus depurativos y… —la señora, chirriando, alcanza una ampolla intacta.
— ¡No! —Alma se incorpora tensa—. No se moleste, señora.
—Sigues siendo tan frágil como eras de niña. Siempre con arañazos, siempre resfriada, siempre vulnerable —la señora inyecta la ampolla cerca de las magulladuras—. Tú las necesitas más que yo.
Alma, perlada de sudor, se esfuerza en sonreír. Mientras escruta la finísima piel plateada hasta intuir las azules venas que pulsan debajo.
Como hoy, el día que Alma llegó a la finca ésta cogió su cara y la estudió. Tenía doce años cuando vio por primera vez a la señora, su prima. Aunque no era mucho mayor, unos 20 años apenas, era ya una mujer calculadora que llevaba con mano de acero las fábricas. Al verla temió que la echara a la calle. Estaba claro que le disgustó ver que era una mera biológica. Supo que había esperado, al menos, otro mestizo. Alma creyó que la conmovió tener una frágil biológica huérfana en sus manos. Tal vez pensó que no duraría mucho sin su ayuda. En cualquier caso, no la echó. La dejó vivir en la casa, la metió de aprendiz en una fábrica con los ingenieros de tercera y la observó de cerca.
La señora devuelve la ampolla vacía a Alma. En su pecho descubre un colgante que muestra, parpadeantes, unos fuertes brazos biónicos. Roto, el pequeño holograma no deja ver el rostro. Alma, disimulando, se lleva la mano al pecho.
—Te ayudaré a recoger —complacida, acaricia el lacio pelo de Alma y sonríe.
—Gracias —masculla.
Tras salir el sol, los pocos obreros que malviven todavía en la finca salen a recorrer las fábricas cercanas, mendigando un jornal. Al dejar atrás la finca, las ven paseando del brazo entre las fábricas derrumbadas. Y, alejándose, procesan recuerdos de muchas décadas: electrónicos y biológicos llenando las fábricas, la señora dirigiendo a sus ingenieros y él, los obreros.
—No tienes buen aspecto. Sigues pálida —dice la señora, con un leve chirrido.
—Ya estoy vieja—Alma menea melancólica los lacios cabellos—, nada más.
—No notarías tanto los años si hubieras dejado al médico implantarte, al menos, un simple regulador biónico. Lo sé. No quieres sustituir tus viejos órganos biológicos. Por alguna estúpida razón. Pero un simple regulador —dice melosa—.
— ¿Para qué? Tengo las fuerzas que necesito para terminar.
— Como tus padres: puristas, religiosos —alza la voz—. Terca desde que atravesaste estas puertas —sonríe—. No quiero convencerte, claro.
Bordeando chatarra oxidada en el camino deciden atajar, atraviesan un bloque por un boquete y salen al camino del edificio señorial. Alma prosigue pero la señora contempla a su alrededor, pensativa. La herrumbre y el moho dominan los edificios, ya no se oye ser electrónico en los alrededores.
— ¿Señora? —ella gira el cuello chirriante que empieza a oler a sobrecalentado.
—Pensaba en cómo sería todo esto si mi hermano siguiera aquí —Alma contrae por un instante sus facciones y trata de ocultarlo.
—Era inconsciente e impulsivo. Por su parte biológica –enfatiza—.
—No le dé vueltas al pasado ahora. Se está sobrecalentando, descansemos —apoyando el peso de la señora en un saliente coge su brazo, casi temblando.
Azorada, mientras la señora habla, Alma presiona el botón del brazo.
—Habría llegado a ser bueno, lo sé. Quizá le habría dejado al frente y no habría permitido que todo esto fuera muriendo. Que fuéramos muriendo —las venas azules se convulsionan con la inyección y Alma las contempla, satisfecha vuelve a cubrirlas.
— ¿Crees que te quería? —Alma la mira sobresaltada—.
—Ahora debe descansar —insiste y su pecho tiembla contenido.
Si algún obrero sin jornal, en este momento, regresara a la finca las vería tambalearse hasta una viga. La señora se deja caer pesada. Alma la recoloca con dificultad y se sienta resollando a su lado. Debilitada y humeante, mira de reojo a Alma, que ha empezado a temblar y aprieta los puños.
— Siempre débil —ríe complacida—. ¿No deberías inyectarme más nanodepurativos, querida? —pregunta maliciosa—.
Alma tensa los músculos de la cara en un espasmo.
—Me siento todavía débil —ríe burlona y un chirrido metálico brota de su pecho.
— Siempre he sabido lo que le hiciste. Cómo murió—temblando busca las venas azules convulsas bajo su fina piel plateada.
— ¿Ya no puedes contenerte más? Siempre tan biológica, tan estúpida. Ha sido divertido verte envenenarme y envejecer —Alma se estremece nerviosa.
— ¿Cuánto hace que cambias mis inyecciones…13768 días? —la señora se gira y con desgana e indiferencia contempla un bloque desmoronarse—. Fue fascinante envejecer contigo. Dejar que todo se destruya por el tiempo.
—Si él no hubiera sido tan débil como tú… —la mira envuelta en un fino humo—.
Dejando de temblar, Alma vuelve la cara desafiante.
— ¿Qué esperas conseguir, Alma? —la señora da palmaditas en su mano, maternal—. Pronto morirás. Una tarde, unos recambios, y estos años no habrán sucedido para mí. ¿Acaso crees que afectaste mis circuitos cerebrales? Son los tuyos los que envejecen.
Alma posa su mano sobre la que le da palmaditas. La retiene, sintiendo las convulsiones de su sangre infectada.
—En cambio, yo no hago nada. ¡Y no me puede fallar! —la señora sonríe tranquila—. Envejeces: te mueres. Y no lo sabes detener.
El sol ciega su sensor visual útil y alza la mano, mientras humea con calma.
—El día que te vi, quise estudiar el trabajo de tu naturaleza. Y no ha sido muy bueno. Habría sido tan triste ver a mi hermano consumirse así en solo un siglo o dos.
Los dedos de Alma, en su regazo, acarician las cápsulas deslizándolas en la aguja.
—Era mejor así —dice con una sonrisa—. ¿No crees?
Serena, cierra los dedos con decisión.
Al anochecer, los exhaustos obreros descubren a una mujer en la azotea, junto a una silla vacía. Tranquila, los contempla. Al fondo, las fábricas continúan derrumbándose. Por un instante, al verla, se entristecen por la mujer que ha perdido a su compañera.
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