En sus más de tres décadas de vida muchos habían sido los que habían tratado de incitarle para que se decidiera por el cómodo uso del ascensor. Sin embargo, Andoni nunca había caído en las garras de tal sedentario e insalubre hábito. Para él, poder subir por las escaleras hasta su destino era una forma de mantenerse saludable y de que el resto así lo vieran. En su mente perduraría marcado a fuego el día en el que, siendo todavía un mocoso, en su edificio se votó la derrama para la construcción de un ascensor. No recordaba la razón, si es que la hubo, por la que asistió a aquella interminable junta, y menos aún conocía la razón por la que en el momento de la votación fuera el único en negarse en rotundo al proyecto en cuestión. Simplemente se opuso, guiado por un impulso y por la necesidad y el afán infantil de ser el centro de atención. No era ni sería el único humano reacio a montarse en un ascensor. Andoni bien lo sabía y por lo tanto, desde entonces, no había llegado el día en el que se hubiese dignado a “dejarse subir”. Lo que no podía haberse imaginado es que alguien o algo le daría el empujón que necesitaba.
Aquel viernes, después de quedarse solo en la oficina y ya agotado y deseoso de volver a su humilde apartamento, Andoni se encaminó a las escaleras con la mente ausente, perdida en el fin de semana. Tenía pensado irse a casa de sus padres a Sestao para hacer una visita y luego acercarse a Bilbao y quedar con un amigo con el que compartía la afición por cine, el surf y la cerveza. La última vez que supo de su amigo, había sido a través de una de sus novelas más recientes en la que uno de los personajes guardaba cierto parecido con él e incluso destacaba por su animadversión hacia los ascensores. La verdad era que había sabido plasmar a la perfección esa faceta suya y había sacado mucho provecho de esa peculiaridad. En cuanto le viera debía pedirle algo de beneficio; muchos de sus vecinos se habían reído de ver al soltero del tercero aparecer en una novela. Si, se merecía una compensación o al menos… De repente, cuando se disponía a bajar el primer escalón, un extraño ruido hizo que se detuviera en seco y pusiera todos sus sentidos en la realidad. Curioso, buscó la fuente del metálico sonido que percibía. Se fue alejando de las escaleras y agudizó el oído. Entonces, miró a un lado y lo vio. El ascensor se abría y cerraba y la luz de llamada no dejaba de parpadear. Con sigilo y extrañado -la última persona que había usado el elevador hacía más de una hora que ya no estaba- se acercó más. Si hubiera mirado a su derecha hubiera visto el mensaje de “Piso mojado. Precaución”. En ese caso no habría pasado lo que pasó a continuación. Justo cuando Andoni se encontraba a un metro de la puerta metálica, en ese instante abierta, el suelo mojado hizo que sus pies se deslizaran hacia adelante. El hombre perdió el equilibrio y se precipitó dentro. Para poder estabilizarse se sujetó a una de las paredes del ascensor sin darse cuenta de que había marcado el botón del último piso del edificio. Antes de que pudiera reaccionar estaba subiendo. Tanto tiempo evitando aquello y había pasado de la forma más absurda y estúpida. “Al menos”, se dijo, “solo será una vez”. Un tanto molesto por su torpeza apretó el botón para bajar hasta la planta inferior. Apenas hubo apretado el botón en ascensor se detuvo. “No me jodas”, pensó Andoni. Aquello era tener demasiada mala suerte, casi parecía obra de un mal de ojo y no de una casualidad. Con agudeza apretó la campana a sabiendas de que no quedaba nadie en el edificio. Maldijo su suerte por lo bajo. Luego esperanzado de que todo pasase rápido respiró hondo.
Llevaba una hora y diecisiete minutos encerrado cuando empezó a golpear las puertas con fuerza. Lo de respirar hondo no servía a aquellas alturas y aunque no creía ser claustrofóbico aquello le parecía inaguantable. Sudaba como un cerdo y no era capaz de relajarse. Los rugidos de su estómago le recordaron que llevaba más de siete horas sin probar bocado y su garganta seca anhelaba algo de beber. Para su desgracia a lo máximo a lo que podía aspirar era al frío contacto de las puertas y al olor a cerrado. Muy agobiado se desabrochó la camisa y se abanicó y con la mano. En esos momentos solo deseaba no morir asfixiado, no morir de calor dentro de aquel puñetero ascensor. Mientras intentaba ignorar aquella sauna creyó ver como todo se encogía. Parecía que las paredes quisieran engullirlo o aplastarlo. Temiendo estar paranoico agitó la cabeza y todo volvió a sus dimensiones y tamaño originales. Bueno todo no. Sin poder creérselo posó su mirada en sus vaqueros, más bien en el bulto que sentía latir entre sus piernas. Aquello era totalmente surrealista. Volvió a mirar. El bulto seguía erguido sin pudor. Andoni no pudo evitar soltar una carcajada. Era increíble que en una situación tan agobiante su subconsciente pudiera ejercer en él ese efecto. Apenas pensó aquello una idea cruzó su mente. La desechó al momento. No podía estar pensando en ese e serio, no podía. Pero por otra parte… Aquello podía ayudar a que se relajara y mucho. Encima era lo que aquel maldito trasto se merecía. No podía verse a su merced. Por encima de su cadáver. Sin más preámbulos se desabrochó los botones del pantalón. Luego trató de concentrarse en lo que más caliente pudiera ponerle en aquellos momentos, sin tener en cuenta lo acalorado que estaba por culpa de aquel insufrible calor. Una vez lo hubo visualizado se puso manos a la obra. Poco a poco dejó que aquella satisfactoria sensación de placer le albergarse. Cada vez más animado cerró los ojos para disfrutar más del momento. Un momento que terminó de la peor manera posible. En el instante en que llegó al climax las puertas metálicas se abrieron. Andoni, a causa del aturdimiento, fue incapaz de reaccionar a tiempo. Tres pares de ojos masculinos y dos pares femeninos dejaron escapar un grito ahogado de la impresión. Ninguno podía haberse imaginado lo que habían visto y para algunos no había sido algo precisamente desagradable. Sí lo fue para Andoni que solo tuvo fuerzas para sonreír y pedir que la tierra se lo tragase. Aquello no podía ser cierto… y si lo era pensaba matar al cabrón que le había gafado. Después ya destrozaría el ascensor aunque antes tendría que explicarse antes sus cinco compañeros. Se disponía a hablar cuando escuchó un teléfono sonando y…
Andoni despertó con la cabeza apoyada sobre la mesa de su escritorio. Uno de los teléfonos de la oficina le taladraba con su sonido. La gente debería revisar los horarios antes de llamar a aquellas horas. Confuso miró a todos lados. Estaba solo y todo indicaba que aquel capitulo tan bochornoso había sido simplemente parte de una pesadilla. Aliviado, recogió, y se puso en marcha para salir de la oficina. Estuvo tentado de correr pero se aseguró de que el suelo no estuviera húmedo; no podía permitirse volver a caer por error, esta vez escaleras abajo. Una vez hubo bajado el primer escalón suspiró aliviado; estaba a salvo. Repentinamente alegre bajó las escaleras del primer piso en dos en dos. Que todo hubiera ocurrido en mundo onírico era razón suficiente para sentirse dichoso. Aquello era maravilloso. No obstante, en lo sucesivo bajaría hasta el hall rápido pero con cuidado. Nunca venía de más prevenir. Sin detenerse a mirar hacia atrás dejó caer su peso sobre la pierna derecha y la colocó sobre el primer escalón. Entonces escuchó el sonido que conocía tan bien. No necesitaba darse la vuelta pero lo hizo. Ahí estaban aquellas puertas de acero, abriéndose y cerrándose, alumbrando al abrirse con aquella luz fantasmagórica toda la planta. Y al lado estaba el cartel que rezaba “Piso mojado. Precaución”, avisando del peligro. Andoni, con ver aquello tuvo suficiente. Sin atisbo de duda comprendió la decisión que su “yo” niño tomó al negarse a la instalación del ascensor. Santa decisión la de no montarse en uno. Mientras bajaba las escaleras a galope se prometió no faltar a aquella promesa. Nunca.
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