Los famélicos humanos recibieron con alivio el anuncio del juicio final por las redes sociales.
A través de los vetustos Facebook y Twitter, se difundía la notificación que Dios enviaba a los hombres. No podía ser de otra forma, la tecnología era ama y señora de la cotidianeidad y hasta el espíritu estaba ya digitalizado y cuantificado en teras. Nadie se despegaba de las pantallas touch y el dedo índice se advertía muy desarrollado en comparación con los otros ya atrofiados por su inutilidad en el computador. Incluso las órdenes se daban con el pensamiento y no era necesario escribir, un golpecillo en la pantalla bastaba; quizás con la finalidad sólo de “hacer algo”. Muchas personas no salían de sus cubículos de conexión hacía años, allí estaba todo, al alcance del dedo índice. Los cuerpos encorvados y escuálidos, enlucidos, carentes de expresión, denotaban cansancio, pero no físico sino mental. Era imposible abstraerse de internet pues gobernaba cada minuto de las desabridas existencias. Algunos pasos tambaleantes para expulsar los residuos intestinales eran la única acción posible de concebir para apartarse de la vorágine computacional. La comida se había reducido a unas cápsulas ámbar que el mismo PC disponía de acuerdo al peso corporal del navegante; obtenido por una micro báscula instalada en todas las sillas, con conexión inalámbrica para enviar la información. Así tres veces al día cada cual era merecedor de no más de seis cápsulas insípidas. Con algunos sorbos de agua aquel polvillo en las tripas se transformaba en masa sólida que el estómago podía triturar y deleitar, por decirlo de alguna manera.
Los parques estaban en desuso y el día y la noche eran conceptos sin significación ninguna, pues nadie salía de sus casas. Por estos motivos el anuncio de Dios era una forma de lograr la emancipación del mundo tecnológico. En el Juicio Final todos serían juzgados por los pecados cometidos, pero no tenía importancia. Lo cierto era que la gran mayoría serían sentenciados por la pereza, pues la gula, envidia, avaricia, soberbia, ira y lujuria eran cuestiones que habían quedado en el pasado debido a la inercia ante el computador. Si el destino del más allá era el cielo o el infierno no merecía cuestionamiento, pues con seguridad era primitivo, esencial para el descanso y la liberación.
Y el día llegó, sin mayores aspavientos. La conexión era simple, todos los servidores se acoplaban y permitirían que la voz divina dictara su edicto y una imagen holográfica se manifestara ante los miles de millones enjuiciados. Un touch con aquel dedo deforme, largo, huesudo, con la punta chata y callosa; y un mensaje lapidario cercenó las miradas: Error HTTP 400 Bad request. Las miradas chocaron las letras y las demandas enmudecieron antes de ser dichas. Aquello no admitía solución y la única oportunidad de ser libres escapaba. Los famélicos humanos ante la pantalla volvían a ser esclavos de un Dios tecnológico… por siempre.
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