Una beca de intercambio para estudiar en el extranjero puede ser, en muchas ocasiones, una oportunidad para conocer nuevas culturas, ampliar conocimientos, desarrollarse como persona y vivir experiencias inolvidables. El año que Anotukaan pasó estudiando en Ginebra fue, literalmente, una mierda.

El choque entre culturas que Anotukaan sufrió en Europa fue terrible. Su beca la había conseguido a base de talento y esfuerzo en su país natal, la República de Kiribati. Allí vivía modestamente en el seno de una familia de quince miembros, en una isla minúscula. Pese a que las condiciones de vida en la isla eran pésimas, Anotukaan vivía feliz, no necesitaba nada más para tener una vida totalmente plena. En Ginebra, por el contrario, su nivel de vida se había elevado notablemente pero su felicidad había caído de manera inversamente proporcional. Ahora disfrutaba de todas las comodidades que le ofrecía la sociedad occidental y que se materializaban en la infinidad de cachivaches que poblaban su nueva casa: cocina de inducción, horno pirolítico, smart TV, Blue ray… Eso en las zonas comunes de la casa, porque su habitación rezumaba el mismo aire de humildad que se respiraba en su país. Varias fotografías de su familia poblaban las paredes y, en la esquina, había construido un pequeño altar para honrar a sus dioses. Allí figuraban representaciones de sus deidades preferidas: Agapisa, la diosa del amor; Fisisaan, la diosa de la naturaleza o Ergasión, el dios del trabajo.

Las relaciones con sus compañeros de piso se habían complicado bastante en los últimamente. Anotukaan era demasiado diferente y su marginación no tardó mucho en producirse. A él le gustaba pasear al aire libre, hacer excursiones a la montaña y estar en contacto con la naturaleza. Sus compañeros, en cambio, solo abandonaban el hogar para ir a clase o salir a emborracharse. El resto lo pasaban estudiando o pegados a la pantalla del ordenador, de la tablet o del móvil. Anotukaan solo coincidía con ellos a la hora de la cena, algunos días a la semana. No solían hablar mucho. Bueno, recuerdo que en una ocasión sí que hablaron bastante. Fue una bronca, mediado el curso, que marcó las relaciones de forma definitiva.

Recuerdo que estaban en el salón. Anotukaan se había preparado un cuscús con pollo al curry y Janis había ido por unas hamburguesas con bacón y queso para los tres. Anotukaan se había acostumbrado a comer en silencio, abstraído de las conversaciones monotemáticas sobre tecnología de sus tres compañeros. Janis, estadounidense, estudiaba ingeniería nuclear y era una enferma de los dispositivos móviles; vivía enganchada a las más de doscientas aplicaciones que almacenaba en su celular e incluso llegó a desarrollar una malformación en sus pulgares que la obligaba a ir una vez por semana al fisioterapeuta para recomponerlos. El japonés Akira estudiaba ingeniería informática y colaboraba con una revista de videojuegos; una temporada llegó a estar encerrado en su habitación tres días seguidos, delante de la pantalla, alimentándose a base de pizzas que el mismo repartidor le tuvo que llevar a su habitación. Lars era alemán y estudiaba ingeniería automovilística; conocía todos los modelos de coches, los cilindros que tenía cada uno y se tragaba enteras todas las carreras de fórmula uno, moto GP, rally e incluso las de 24 horas de duración; su sueño era morir atropellado por un Lamborgini.

Pues bien, todo transcurría con normalidad durante la cena hasta que Lars sacó el tema de la estatua de Technomicón que habían colocado esa tarde en el salón y que hasta ese momento había pasado desapercibida para Anotukaan. Hasta entonces había permitido a sus compañeros que empapelaran las paredes con posters de sus ídolos: la manzana mordida, el caballino rampante, el androide con golosinas… pero una estatua del dios de la tecnología le parecía un insulto a sus creencias. En un primer momento les sugirió que la pusieran en alguna habitación pero, ante su negativa, la discusión fue subiendo de tono. Las recomendaciones se convirtieron en reproches y pronto todo derivó en una enorme disputa sobre el mundo de las nuevas tecnologías. Los tres compañeros no se cansaban de alabar las maravillas de la edad cibernética, mientras Anotukaan no podía contener su odio hacia algo que estaba destrozando su pueblo. Anotukaan maldijo los avances en la navegación que en 1528 habían permitido a Magallanes iniciar la colonización de su isla y que culminaron en el asentamiento inglés en 1837; escupió en los avances en armamentística que alimentaron el desarrollo de la segunda Guerra Mundial durante la cual su país fue ocupado por Japón y que contribuyeron a una de las batallas más sangrientas de la historia tras el desembarco de los marines americanos en 1943; denunció las pruebas nucleares que se realizaron en la vecina isla de Christmas en la década de los 50 y gritó contra la contaminación que potencia el cambio climático que, a su vez, provoca la subida del nivel del mar que acabará con su isla, tal como se demostró en 1989.

El calor de la discusión avivado por el consumo de cerveza y de sustancias psicotrópicas configuró una atmósfera confusa en la cual Technomicón comenzó a estirarse y a hacerse cada vez más grande. Los cuatro compañeros pudieron observar cómo la gran estatua de ébano señalaba a Anotukaan con su dedo índice con gesto amenazador y cómo mostraba su corona como queriendo decir que él era quien mandaba. A continuación, se pudo observar cómo salían de la habitación de Anotukaan las tres figurillas que simbolizaban a Agapisa, Fisisaan y Ergasión y cómo se encaminaban hacia Technomicón postrándose ante él y dedicándole gestos de alabanza. Todos reían bobaliconamente excepto Anotukaan, que frotaba los ojos incrédulo hasta que no pudo soportar más la escena y salió corriendo a encerrarse en su cuarto.

En los días sucesivos se respiraba en la casa un ambiente enrarecido. El silencio se había apoderado de sus habitantes. Anotukaan empezó a pasar horas encerrado en la biblioteca de la Facultad de Humanidades. Los hechos ocurridos aquella noche lo habían marcado profundamente y desde aquel día comenzó a devorar libros de religión monoteísta. Seguía guardando culto a sus dioses pero estaba dispuesto a llegar hasta el final para descubrir la verdad. Tras consultar cientos de libros decidió hacer un viaje hacia los lugares donde se supone que alguna vez se pudo acceder al Otro Mundo. Se pasó un mes buscando la isla de San Brandán sin éxito. El mismo resultado obtuvo de su excursión al lugar donde el alma de don Túngano se separó de su cuerpo durante cuatro días para emprender su viaje iniciático. Todas sus esperanzas se centraban en su tercer y último viaje: el purgatorio de San Patricio.

El curso estaba a punto de acabar y, por lo tanto, su estancia en Europa. Antes de viajar a Irlanda, Anotukaan repasó una y mil veces las coordenadas que debían llevarlo a la cueva. Llevaba brújulas, anotaciones de todo tipo y, paradójicamente, un gps. Antes del anochecer, el joven descubrió una pequeña hendidura en el lugar indicado. Pronto pudo constatar que, efectivamente, se trataba de una cueva de una longitud considerable. Con ayuda de una lámpara de camping comenzó a patearse la cueva perdiéndose entre los numerosos pasadizos. Tras varias horas de extenuante camino, Anotukaan vio una luz. En un primer momento creyó que era la salida, pero pronto comprobó que no. A medida que se acercaba la luz esta se hacía más cegadora. A una distancia cauta pudo descubrir la fuente de la que manaba la luz pura y blanca. Se trataba de un enorme ser antropomorfo de apariencia metálica. Erguido con porte majestuoso con los brazos en alto y cara de placer. Arrodillado y con la cabeza entre sus piernas pudo observar un ser que le resultaba familiar. Se trataba de Technomicón. Ya no tenía esa pose dominante sino que ahora se mostraba sumiso, embutido en un traje de látex y recibiendo latigazos mientras le proporcionaba placer a su señor, Economicón.

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