"La conversación se ha enviado a la papelera".

"La conversación se ha enviado a la papelera".

F. Javier Valero

11/03/2014

Había estado mirando la casa como una fiera oculta entre los últimos árboles del bosque, desde donde retomaría el sendero de regreso. Ahí estarán, jugando a papás y a mamás, ni si quiera se darían cuenta si no volviese. ¿Qué hacemos aquí? Yo no os he pedido esto 

El golpe hizo sonar el timbre de la bici, pero ellos solo oyeron el “ring”. Jorge la acababa de tirar al suelo; no se esperaba que el canto de aluminio del manillar, con la empuñadura de goma consumida por el sol de aquel verano infernal, hiciese un siete en la tarima de madera del porche. Su torpeza adolescente tendría consecuencias y esa fue la gota que colmó el pequeño vaso de su paciencia. Todo era una mierda. Sentía la misma rabia contra aquel hierro con ruedas que contra el resto de cosas, animales y personas absurdas que habitaban el mundo. No aguantaba seguir solo un día más, no había nadie allí con quien comunicarse; los viejos hablaban en viejo, de los jóvenes entendía pocas palabras porque a los doce aún estaba aprendiendo su jerga. Cuando no era el rechazo de otros era el frío polar o el calor tropical la patada que le devolvía a aquel chalet escondido entre los bosques de pino de la urbanización. La casa era una de esas prefabricadas e ignifugadas, mucho más económicas que una de obra. Otra mierda. También iba a recibir su merecido. Papá estaría a punto de colgar un cuadro de esos con dibujos de quién sabe, mamá lanzando whatsapps. Jorge entró furioso, les miró y dejó un portazo tras él; uno de los cuatro cristales esmerilados de la puerta se resquebrajó y cayó hecho añicos al suelo, con la mirada estupefacta de sus padres. Los huesos de la casa crujieron y una estela de tensión viajó desde la puerta a través de los tabiques, haciendo vibrar los cuadros, los vasos del mármol de la cocina y las tapas de los armarios; incluso el pelo de la alfombra se agitó como los cabellos de su padres, que habían estado tan tranquilos otra de esas mañanas de sábado. Pasaban allí los fines de semana para no discutir, para poderse alejar el uno del otro; ella chateando y haciendo punto de cruz, él caminando por el monte. A él le gustaba la naturaleza y ella se dejaba acosar por las alergias a cambio de que no le hiciese preguntas sobre algunos pagos inesperados con la Visa en tiendas de moda online, que en ocasiones superaban el presupuesto familiar para extras. La pareja se soportaba con camaradería de soldados. Ya no tenían nada en común aparte de Jorge, que había aterrizado sobre la Tierra por culpa de su torpeza adolescente.

Los cristales esparcidos por el suelo desfiguraban, si es que se podía más, a aquel mitad niño mitad hombre sin camiseta, flacucho, desgarbado, con pelo mal repartido por el cuerpo, como si a un monstruo de peluche se lo arrancaran a pellizcos. Sus padres aún miraban los cristalitos, el cuadro que había quedado torcido, no a él. Siempre veían las consecuencias de sus actos pero no prestaban atención o eran incapaces de  comprender las causas. Por la forma de mirarse entre ellos tras lo sucedido, Jorge confirmó aquella extraña complicidad en su idéntica reacción, se sentían unidos en su diferencia. Unidos contra él. Así lo había intuido durante las doce primaveras que había visto pasar como inviernos. Les hubiese gritado que le sacaran de allí, que no soportaba un minuto más en aquella habitación donde no podía masturbarse porque se oía todo, que le devolvieran a la ciudad donde había chicas y chicos de su edad. Pero el portazo había dicho ya todo eso y esperaba que tras la acción viniese la reacción; tal vez le explicarían de qué iba todo, qué hacían allí siempre, qué hacían en el mundo. O tal vez regresarían a la ciudad de inmediato. La reacción fue decepcionante: su padre alzó las cejas y se dio la vuelta mirando la caja de herramientas, iba a tener trabajo para otro fin de semana. La mirada de la madre pareció atravesar a Jorge, mientras calculaba el alcance de los desperfectos que había tras él, en la puerta. Luego volvió la vista al móvil, otro whatsapp que responder. Para perderla de vista salió al porche. La madre hizo una señal al padre levantando el mentón, era el momento de hablar con aquel niñato malcriado.

Se lo encontró allí, sentado en la escalerita de madera, junto a la bici cuyo manillar había marcado la tarima. El padre negó con la cabeza y miró de reojo, “cuando tu madre vea eso” estuvo a punto de decir, pero le turbó la imagen de su hijo sentado de aquel modo; la figura de Jorge, hecho un cuatro, era ya la de un hombrecillo que estuviese triste, cabizbajo, conservando aún gestos y formas infantiles; los brazos cruzados, las puntas de los pies juntas, los labios inflados haciendo un puchero. Miraba al horizonte, era una tarde de verano azul, naranja y roja como uno de aquellos polos del quiosco del pueblo que le alegraban los días de verano. Tenía los ojos llenos de lágrimas. Su padre se sentó al lado y le miró con preocupación. Jorge sintió su mirada compasiva, se giró hacia él y, sin pensarlo, masculló unas palabras, como si vomitara un insulto:

-Yo no pedí nacer.

Su padre no pudo disimular la perplejidad, no era una pregunta pero tenía el mismo efecto apelativo, le había provocado la ansiedad por encontrar una respuesta, como si el niño le hubiese dicho: “¿acaso te pedí nacer? ¿por qué me invitaste a tu fiesta? ¿quién me ha dado vela en este entierro que es la vida?” No podía dejar a su hijo con aquella idea tan dura en su tierna mente, tenía que romper aquella piedra con el mazo de la razón. Pero, ¿qué decir? ¿Y qué había querido decir Jorge, que no quería vivir? Era cierto, nadie había pedido nacer, pero cuál habría sido el problema que le había llevado a aquella desarraigada conclusión, a levantar aquella queja contra el creador; un creador con minúsculas, empequeñecido ante el razonamiento de un crío que había conseguido hacerle sentir culpable de haberlo traído al mundo. ¿Qué podía faltarle? Se lo habían dado todo. Le iba bien en el colegio, tenía amigos… ¿los tenía? ¿En qué estaban fallando él y su mujer…? La madre, que se había asomado por la ventanilla rota de la puerta, también había oído aquella frase tan fuera de lugar. Tampoco sabía qué decir. Entonces tuvo una idea, había supuesto una buena discusión con el marido pero era el regalo de cumpleaños y el chaval se aburría allí. Faltaban unos días, pero eso podía animarle, y que se dejara de historias… Cuando su marido estaba a punto de preguntar a Jorge si tenía problemas con algún compañero o tal vez con alguna chica, ella le hizo una seña con el dedo; él, obediente, entró en la casa.

Ahí estaba Jorge, otra vez solo. Volvió a invadirle esa sensación de abandono. Ellos te dan la vida, luego desaparecen, muchas gracias. Miraba el bosque, el mundo era hermoso pero estaba tan solo y tan acompañado en él como todos esos árboles, juntos pero aislados los unos de los otros, tan cerca y tan lejos como los seres que tenía al lado en el metro que tomaba a diario para ir a la escuela. Cómo se podía sentir tanta soledad entre más de siete mil millones de personas. 

Al poco su padre volvió a salir, se sentó a su lado y le miró con una sonrisa tierna que a él le resultó boba. No tenía nada que decirle, no había respuestas, como esperaba. Puso un paquete plano y rectangular sobre el banco y lo deslizó hasta su mano, una Tablet. 

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