Alcides comunicó que se marchaba a dar una vuelta, a tratar de vaciar el cerebro y captar ideas navegantes por el éter. Necesitaba encontrar respuestas a los temas que no acababa de solucionar, a incógnitas que aún era incapaz de resolver.

Todo el día trabajando sobre el «ADI», el Aspirador Doméstico Integral, la jornada había transcurrido introduciendo datos para calcular parámetros de capacidad, sección, longitud máxima, fuerza producible para los necesarios conductos, receptores y sistemas que volatilizarían la basura. Y en esa dichosa computadora, la más veloz y ergonómica en la traducción por voz, produciendo bosquejos de piezas, y conjuntos de redes de cálculo diferentes para instrumentar el programa de diseño en 3D que pudiera asumir la fotocopiadora de maquetas. 

Alcides era, junto a unos pocos más, el último humano disponible en diseñar procesos industriales en presencia. Las robots prácticamente ya hacían casi todo. El empleo del ser vivo se reducía ya, en todo el mundo, a unos escasos miles con alta cualificación técnica, y a los directores de servicios, burócratas arrancados a los gobiernos corruptos. Y eso en un universo cada vez más habitado por gente obligadamente ociosa, cobrando emolumentos derivados de la plusvalía de esas máquinas.

En los años ’80 del siglo XX lo había pronosticado E.G.C., un matemático, profesor de lógica de sistemas en la Universidad Complutense, director del primer Centro de Cálculo y Definición Creadora de dicha universidad, investigador en historia de la ciencia y procesos artísticos aleatorios. Lo había explicado en numerosos escritos, pero no había tenido acogida alguna por parte de las autoridades de la época. Una utopía más decían, pero el futuro ya estaba aquí.

Cansado, con un incipiente dolor de cabeza y otro de riñones, resultado de su continua postura frente al gran ordenador, y con el parpadeo electrónico de éste atormentándole los ojos, caminaba Alcides, decepcionado a veces por los irresolubles problemas que presentaba el programa que le asignaron, crear el primer aspirador universal integrado en las viviendas, dentro del protocolo de los llamados «Robots Domésticos Inertes». Estos se debían preparar para esfuerzos por impulsos requeridos desde el propio medio, técnica conocida como «solicitación puntual de servicio». Así que decidió salir a caminar por alguna de las escasas franjas de verde naturaleza que aún quedaban en la ciudad. Naturaleza que habría que ir pensando en cómo recuperarla, o al menos suplantarla por los recientes hallazgos en biotecnología verde.

Alcides era capaz de crear sistemas en la inmediata ensoñación, uno de sus méritos para permanecer aún empleado en los procesos industriales avanzados. Era capaz de soñar, despertarse, y pasar a reconstruir de inmediato el sueño habido, y de ahí generar ideas perfectamente descriptas. Para ello había seguido un curso, duro, difícil, con un experto en recuperación de la memoria histórica de la humanidad, un gurú yóguico que le había enseñado las técnicas necesarias para bucear en su antiguo cerebro límbico, cargado de rastros del pasado y proyecciones de futuro. El día anterior lo había experimentado con algo que lo dejó conmovido, una percepción anticipatoria a los problemas que comenzaban a producirse desde la última crisis habitacional, derivada del crecimiento de la población, nacido de su ocio retribuido. 

Antiguos hoteles decimonónicos, balnearios, conventos, y todo tipo de edificaciones de uso colectivo, se habían venido reabriendo y acondicionando para alojamiento de los sin techo. Destartaladas habitaciones de aquellos grandes edificios aparecían sobreocupadas, las camas cubiertas con destrozados colchones agrisados, reventados, con sus muelles y rellenos al aire, revoltijos de mantas y sábanas deshilachadas, ropa desparramada por doquier, y hombres, mujeres y niños mezclados sin orden ni reagrupación familiar. Actitud de abandono, decaimiento, sucios y encogidos ante las nuevas circunstancias, y esa falta de labor reconductora.

Y no era lo peor. Lo peor era poder acceder a los abandonados servicios de higiene. Letrinas, pilas de lavar desportilladas, bañeras de garras sobre el suelo rotas, oxidadas, con inútiles griferías goteando agua sucia y olorosa. Imposible utilizarlos a puerta cerrada, sin pestillos, desencajadas de sus marcos. Nada de soñar con una ducha y menos en un largo pero asqueroso baño de inmersión. Todos los lugares de alojamiento de éste tipo eran un deambular en busca de oportunidades para conseguir una cama, y sobre todo un lugar donde poder higienizarse en alguno de los baños en ruina, en los que continuamente alguien se adelantaba a tu turno, y te echaba justo en el momento en que pretendías orinar o hacer tus necesidades.

Esta ensoñación lo había dejado confuso y desesperanzado. Fue entonces cuando de la recuperación de su memoria surgió la imagen nítida de un aspirador universal para acabar con toda aquella mugre, algo que debería ser como el diluvio universal, para eliminar mediante una transmutación los pecados del hombre, su indolencia, su abandono. Era evidente que el proceso debería ser automático, como se había desencadenado entonces por merced de Dios. De ahí le fascino la idea del robot inerte, accionado por impulsos requeridos desde el medio. El medio producido, provocado. El pecado, otra vez resuelto por mandato divino.

El aspirador nos salvará, llegó a pensar Alcides mientras paseaba por artificiales u holográficos biopaisajes, desarrollados en lo que antiguamente había sido un arroyo de suburbio. Anotaba mientras tanto en su walk&talkie estas ideas, a veces sueltas, otras enlazadas en un proceso continuo que se multiplicaba en numerosas vías de escudriñamiento.

El «Aspirador Doméstico Integral» se concretaba en unas boquillas compartimentadas situadas a lo largo de todos los zócalos del espacio vivencial. Los zócalos absorbentes se distribuían en anillos, luego en columnas verticales que, finalmente agrupadas en un sólo conducto, llevaban todo lo recogido en las distintas superficies, plantas y habitáculos, a una cámara o depósito destructor por bombardeo de isótopos en un medio quimio-líquido. Tal depósito debía situarse, de forma lógica, en los sótanos del edificio, y de allí a unos seleccionadores automatizados según la cualidad del residuo. Este, según su conformación, podía ser finalmente transportado a la red de evacuación de aguas sucias, o a un depósito de materias secas, de donde sería recogido por los servicios pertinentes. Los cálculos de Alcides lo habían hecho concretar la capacidad de aspiración en 3 Kg/cm2 a una distancia de 3mts. Los mandos de control, a su vez, podían ser regulados según la zona y área de absorción necesaria, y todo ello adecuado al paso de estrangulación final, en la unión de los distintos conductos por zona con la tubería principal.

Alcides observó que el paseo ofrecía al viandante un recuerdo preservado del pasado, una especie de antigua vivienda de tres plantas, ático y sótano, con un pequeño arqueojardín delante, y el portón de una cochera detrás. Se acercó a la entrada del jardín, en la puerta pudo observar un cartel que hacía mención a tal especie de monumento:

«Vivienda, siglo XIX, municipio de El Escorial. Aquí vivió el escritor Pedro Ruiz de Alarcón (1833/1891). Poco después, fue adquirida por un arquitecto desconocido que la ocupó hasta su muerte, en fecha aún no confirmada. El escultor inglés Peter Grenwich la adquirió años más tarde para realizar una escultura de su vaciado, rellenado de hormigón a granel. Durante el proceso se descubrió una especie de sistema de aspiración integral por plantas unido verticalmente, que conducía las basuras recogidas a un depósito en el sótano, al lado del portón trasero a la calle. Nadie pudo describir su uso real, el autor de su instalación, o su posible funcionamiento» (1)

(1)»Narraciones Inverosímiles», P. Ruiz de Alarcon. 1881.<?xml:namespace prefix = o ns = «urn:schemas-microsoft-com:office:office» />

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