Cuando en «Joves corporation» diseñaron el último nanociborg, capaz de erradicar cualquier tipo de infección a través de la sangre, perfeccionando el sistema inmune, nosotros los mal llamados humanos, creímos que la felicidad y la vida eterna serían la llave perfecta para alcanzar el sueño de ser deidades… Que lejos estábamos de la realidad. Era el principio de la hecatombe. Las empresas rusas, hindúes y chinas que no pudieron alcanzar dicha tecnología, decidieron usar los obsoletos chips de silicón y su magnetismo -a manera de imanes-, para pulverizarlos y esparcirlos en la atmósfera de los países que usaban los nanociborg, creando desangres internos colectivos y generando la última guerra mundial, digna de retar a las mentes más creativas de la industria del cine, que con ironía fue la única arte desaparecida en el conflicto relámpago (66 días).
Ahora, en la extraña actualidad… Nosotros, los sobrevivientes, los sin nombre, sin año, sin memoria antes de la guerra, los tercermundistas que tenemos un código de barras en el tobillo derecho y un collar sellado con laser intermitente en el cuello, al vernos sin nuestros amos, abandonamos las ciudades, todo rezago de ciencia, cualquier lujo innecesario; para volver de manera sabia a los elementos naturales y la vida simple.
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