Allá, en antiguos bloques de viviendas apelmazadas, en donde sus raídos muros, asomaban al mundo de una calle silenciosa, emergía cada noche una luz tenue, vestigio de un esplendoroso pasado.

Ahora ya no se oía el palpitar de la gente, cuando bien temprano se arremolinaban los obreros para intercambiar impresiones, antes de acudir a la fábrica; los niños ya no revoloteaban ni escudriñaban a las nuevas familias que venían cargadas de esperanza, buscando un futuro próspero en este engendro social. El habitáculo que a estos viajeros les esperaba era el confín de todo lo que habían abandonado. A ellos les inquietaba lo desconocido y a su vez, ponían tanto empeño para conseguir la meta, ya que su esfuerzo era pasión exacerbada. Les permitiría refugio y además ser alma de esta floreciente revolución industrial, en el que sus máquinas latían como arma siniestra y bajo su sombra apiñaban hambre o quizá migajas de promesas, necesitando como moneda de cambio de un nuevo individuo; fuerte y abocado a interminables jornadas de esfuerzo y dedicación.

El tramo de escalera que separaba las dos moradas de que constaba la construcción, tenía en sus recovecos los golpes de una acelerada historia. Y esta, la que les vengo a contar, empieza entre las cuatro paredes de una buhardilla.

Allí se desnudaron los enseres acarreados y fuese que por su mugre, se mimetizaron delicadamente con el entorno. La única ventana, dispuesta en frontera con el tejado, se abocaba al bullicio de la gente. El humo fabril penetraba por sus rendijas, advirtiéndose un lustre, símbolo de la prosperidad, y al que en esos momentos recibí abriendo la ventana y dejándome descansar sobre su alféizar. El tono negruzco era común en todo mi alrededor y el sol de mediodía lo hacía brillar como metal. Así asomado, no pude dejar de pensar en el viaje recorrido. Mi vida cubierta con lonas, la hice vagar por caminos. Acarreaba un mueble que soportaba tres cajones, un par de sillas, un colchón acaracolado entre nudos de tensas cuerdas y tres mantas. Y mi fuerza que permitía el tiro del carruaje  era igualable a las esperanzas puestas en el destino y en el futuro amor que me predijo la anciana de la aldea y que presumiblemente encontraría en estas tierras extrañas, como el que bebe agua fresca de manantial; así acudiría a mi paso. A este intenso estado de concentración se le sumaban los saludos de la gente, que en su cercanía y como en ceremonia a mi ventana dejaban como presentes, siendo indicativo irrefutable, las atenciones recibidas, de mi condición de foráneo.

Pronto empezaría la labor de ir y venir a la fábrica y me llegué a considerar uno de tantos obreros, como también el sentirme vecino del suburbio.

Una parte imprescindible del engranaje que hacía funcionar la fábrica eran sus obreros, en los que bien temprano, sin esperar a la madrugada, se movían rumbo al trabajo. Se dejaban llevar por el camino empedrado hasta llegar a los mismos límites de la cerca, definida por un gran muro coronado por una valla de forja; en su interior protegían ingentes cantidades de acres, en los que se elevaba hacia el cielo un gran número de chimeneas que escupían la combustión del carbón. Después de atravesar un manto de verde hierba fresca se adentraban en los entresijos de poleas y mecanismos capaces de fundir, moldear y tratar el mineral de hierro, para su final manufacturación en el elemento acero. Esa era su labor, el buen funcionamiento de la maquinaria y obtener los productos resultantes: desde los objetos más cercanos que llenaban las tiendas de la ciudad hasta la formación de las grandes máquinas de ingeniería.

Había un elemento inesperado que distorsionaba la monotonía de la urbe, y era la lluvia, que oxigenaba el ambiente y al correr como río entre la calzada, arrastraba los desperdicios de una agitada actividad. En estos momentos, los más osados, salían a recibirla y se inundaban de frescor mientras abrían y agitaban los brazos.  Era una fiesta para aquellos atrevidos y para los no tanto. Ayer fue un día de esos, y mientras dormía, me llegaba el aroma a tierra, a recuerdos de la infancia mezclado con el calor de los fogones y el pan recién hecho sobre la mesa. A tientas me preparé el té, y ya con la primera luz percibí el día distinto. Bajé como otras veces la escalera a saltos, notando como la tisana ingerida caldeaba cada rincón del estómago.

Hoy se hablaba de la lluvia y aseguraban que todavía podía venir otra tormenta. Era proceder almacenar material combustible para acortar las frías tardes. Por ello, de camino a la fábrica, recogíamos las esquirlas de carbón de caían de los carruajes. Yo era de los más silenciosos y me gustaba llevar las manos embutidas en el forro que acarreaba el carbón. Me protegía tener la mirada algo inferior al horizonte, hasta que llegábamos a nuestro destino y me despedía con un «que tengáis buena jornada»

Todo ha terminado, ya no existe nada. Desde esta misma ventana veo a las familias que huyen buscando nuevo sustento pero yo persisto entre estas paredes, sintiendo la misma vida que cuando llegué, creyendo, como hacían creer, que este era mi único mundo.

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