Me llamo A. L. M. y soy un adicto. No puedo conectarme a internet sin que mis dedos tecleen su dirección. Paso un 70 % de mi tiempo virtual a la sombra de los manzanos en flor. Inconscientemente busco ese logo en las películas, y sí, soy una de esas personas que cada semana llenan el carrito electrónico con frutas prohibidas, para, en el último momento recuperar la razón y volverme atrás.

La primera vez que los vi fue en la facultad de Periodismo: un modelo ahora antiquísimo, con un pequeño monitor, una disquetera, un conmovedor ratón. Me gustó. Sí, sé que no debería decir esto, pero esa noche pensé en él. Tumbado en la cama me veía a mí mismo escribiendo en mi mastodóntica máquina de escribir, y luego me imaginaba con aquel artilugio, moviendo textos, editando, guardando en esos disquetes que parecían pequeñas galletas de la felicidad. Miraba el techo y visualizaba sus formas, cerraba los ojos y casi lo podía tocar. Sí. Lo deseaba. De forma casi impúdica.

¿El problema? Como siempre, el dinero. Por aquella época yo colaboraba en diferentes revistas, era el típico friki que recorre redacciones vendiendo historias de psicópatas talegueros, reportajes de presos en cárceles tailandesas y exclusivas con estafadores. Dicho de otro modo, no tenía ni un euro. No me quedó más remedio que optar por un patético PC 486 –casi me avergüenzo de decirlo-, un trasto infame que al arrancar me mostraba una pantalla negra con una “C” en una esquina.

Fueron años duros. Tuve que aprender a arrastrarme, a poner en marcha ese espantoso procesador de textos de fondo azul escribiendo tras la “c” las mágicas palabras “wp”. Hice cosas que ahora casi no puedo contar, y mi degeneración fue tal que, cuando una tarde un amigo me telefoneó y me dijo que quería mostrarme algo especial relacionado con la informática, casi corrí hacia su casa. Abrió la puerta, me llevó a su mesa y mientras arrancaba el ordenador me anunció la buena nueva:

– Algo radicalmente diferente, una revolución en la forma de relacionarse con los ordenadores. A partir de este momento hay que olvidarse de la línea de comandos, del “c dos puntos barra”. Señoras y señores, con ustedes, en directo desde Vermont, Virginia… ¡Windows 2.0!
Contemplé la pantalla con ataraxia mientras mi amigo tecleaba “win”, la invocación que, después de casi diez segundos, hizo aparecer las primeras trazas de lo que se avecinaba. Primero el fogonazo inicial, el logotipo, y luego aquellos cuadrados que comenzaban a dibujarse lentamente, esas formas espantosas que parecían arrancadas de la  pesadilla de un demiurgo… ¡Dios! ¿Qué era aquello? Mi amigo parecía cada vez más entusiasmado, mira el administrador de archivos… Yo no sabía si echarme a llorar o simplemente levantarme y largarme, pero finalmente le insinué que aquello era algo que hacía ya varios años que venían haciendo los de las manzanas, sólo que mejor. Entonces Miguel me miró.

– ¿Manzanas? ¿De qué coño me hablas?

Aquel calvario duró varios años, hasta que, por fin, pude comprarme mi primera fruta prohibida.

¿Os habéis fijado lo bien que huelen? Ese es quizá el mejor recuerdo que tengo de aquella experiencia, aquel aroma de reminiscencias proustianas que me trasladaba a parajes de mi memoria donde nunca había estado. Recuerdo el placer que me produjo desembalarlo, observar sus sensuales formas, su contundencia de ordenador bien hecho. Casi lloré cuando, al arrancarlo por primera vez, ¡me habló! Si, de acuerdo, era la voz de un mejicano borracho, y lo que me dijo fue una idiotez, pero aquel cacharro poseía tal belleza, funcionaba con una perfección tan rara, que incluso cuando se colgó, a los veinte minutos, la bomba que apareció en la pantalla me pareció cargada de gracia y hermosura.

Fue el comienzo de mi particular agnición. Los 32 megas de RAM eran claramente insuficientes para todo lo que yo le pedía, y lo cierto es que no pasaba un solo día sin que apareciese la jodida bomba. Pero a mí me gustaba, la miraba con simpatía, no me importaba reiniciar, y mientras el sistema iba cargando sus extensiones, yo acariciaba su  carcasa y cultivaba la resignación y la paciencia.

Hasta que, una tarde, el desastre. Se colgó y, al reiniciarlo, entró en coma profundo. No tengo palabras para describir mi desesperación, la angustia con la que me arrodillé intentando revivirlo. Probé de todo, reinicié desde el cd de sistema, y el mensaje era siempre el mismo: no podía encontrar el disco. Intentando contener las lágrimas, cargué con él y lo subí al coche. Estaba lloviendo y el tráfico era el de cualquier otro viernes a las seis de la tarde, y, a pesar de ello, llegué al servicio técnico en tiempo récord. Entré a toda prisa, tan angustiado como en la sala de urgencias de un hospital. Me salté la cola, casi cogí por las solapas al encargado, le grité que tenía que arreglarlo, por favor, no, no podía traerlo otro día. Me vieron sumido en tal estado de enajenación que accedieron. ¡Dios! No quise ni sentarme. Después de un rato aquel chico me informó con tono mecánico que habían podido recuperar algunos datos, no todos. Casi me caigo al suelo. ¿Qué quería decir? Como respuesta, me hizo pasar y me mostró el paisaje de la desolación: la pantalla exhibía una serie de carpetas vacías. Nada más. Me senté en una silla, y el técnico me dio unas palmaditas en la espalda.

Lo vendí. Lo reconozco, fue una reacción infantil, pero no pude contenerme. Fue como la traición de una amante. Odiaba al mundo, a aquellos hados adversos que me habían llevado a las puertas del cielo para, de repente, echarme a patadas. Me deshice vergonzosamente de él y regresé al lado oscuro: con el dinero que obtuve de su venta compré un portátil pc, y durante los siguientes tres años me acostumbré a convivir de nuevo con su grisácea monotonía, su extendida vulgaridad, sus grotescas limitaciones, intentando convencerme de que aquello era lo auténtico, que era mejor olvidar la belleza y la armonía, esa otra vida que latía más allá, y que si, después de todo, el mundo era feo y sucio, ¿por qué no admitirlo?

Lo intenté más o menos seriamente. Y digo más o menos porque tengo que reconocer que, a escondidas, continuaba visitando esa web, maravillándome  y debatiéndome en la lacerante esquizofrenia de elegir entre la pasión y la razón, entre el deseo y el conformismo, entre la certeza de la cotidianeidad y la posibilidad de lo maravilloso.

Llegó la hora de cambiar de ordenador. Mi yo racional contempló todas las opciones, y me hizo incluso confeccionar una hoja de cálculo en la que comparaba las variopintas ofertas: usb 2.0, fire wire, etc. Las marcas espúreas de portátiles desplegaban ante mí sus equívocos encantos, y aunque sus cantos de sirena no me seducían, mi yo racional me empujaba hacia ellos con la sonrisa conforme de quienes no pretenden ya cambiar el mundo. Por supuesto, ese yo racional no contemplaba más frutas prohibidas, quería quizá preservarme del dolor y del desencanto. Pero era inevitable: algo en mi interior continuaba encendido.

Fue como si me dominara una fuerza extraña. Me volví hacia el ordenador, e ignorando los gritos de advertencia de mi yo racional, sus avisos, escribí la dirección. Mientras configuraba las opciones, mientras añadía megas con mano temblorosa, mientras elegía el tamaño del disco duro, mientras jugaba, como siempre, a llegar hasta el límite para echarme atrás en el último momento, algo en mi interior me decía que aquella vez sería diferente, ese nuevo sistema basado en unix, hardware mejorado , que, después de todo, sólo se vive una vez, que el placer y la belleza deben estar presentes en todo, pues,  ¿qué es la vida si se elimina el goce?

Antes de pulsar el botón miré hacia atrás, contemplé el paisaje que se alejaba, la vida gris del conformismo y la ortodoxia, las planas perspectivas de los días racionales, y sentí la excitación de lo prohibido, el vértigo de lo diferente, y me dije que esta vez no ocurriría lo mismo, que ahora las cosas iban a salir bien. Me sentí feliz. Hice clic en OK.

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