Un día cualquiera, de verano en la capital, con un bochorno que se podría modelar, una mujer corriente acaba de introducir la llave en la puerta de su casa. Parece soltera o al menos no vive con nadie. Se aprecia en el orden y en la pulcritud del hogar. Algunos libros descansan en la mesa del saloncito, junto a unas revistas de salud. Una de ellas, en portada se ve a una mujer muy guapa retozando con un hombre, también muy guapo sobre una playa de arena blanca. Están sobre la orilla y algunas trazas de espuma salpican sus cuerpos. Puede ser Canarias o Mallorca, puesto que a lontananza se aprecia unas jorobas que no son más que un perfecto sistema dunar. Si fuese Alicante o Andalucía se verían cientos de cuerpos detrás y muchos apartamentos alineados, de colores recargados y desequilibrados en altura.
Descuelga el auricular y escucha durante unos segundos. Por la forma de volver a colgar el teléfono se intuye que la voz le recuerda que no tiene mensajes.
Dan las cuatro en el reloj de pared y la mujer se deja caer el en sofá. Debe de haber comido, puesto que escupe un pellejito minúsculo, que puede ser restos de pulpa sobre el suelo. A horcajadas sobre el apoyabrazos se aprecia que no es una mujer guapa. Tiene gafas, muy actuales pero no la favorecen. Una de las patillas queda más alta que la otra y la descuadra la cara, pálida y fina como un lapicero. De las orejas caen unos pendientes tribuales haciéndola aún más estilizada y el pelo, corto y de color violeta recuerdan a una de esas mujeres del manga japonés. Por la forma de tocarse la cara y mirarse en un espejo que tiene a su derecha se diría que hace todo lo posible por parecer atractiva.
Se frota la frente con violencia y se pone de pie. Camina sin rumbo por la casa. Se detiene ante una foto enmarcada en el cuarto de estar. Son unas personas mayores que descansan sobre una mesa. Parece una casa de pueblo, por el emparrado que trepa por un cañizo del parterre. La vieja está dando un beso en la mejilla al viejo, mientras una niña bastante feúcha mira desdentada la escena. En la esquina inferior un gato dormita junto a una pelota de tenis. Suspira, musita algo y levanta un dedo tocando a cada uno de los retratados mientras se quita las gafas. Sin ellas, con los ojos desnudos y sin brillo parece más vieja.
Afuera en la calle, no se escucha nada, únicamente el chirriante frenazo del autobús al realizar la parada. Sobre el asfalto, reverberan las señales blancas, recién pintadas la semana pasada. Unos gorriones se cobijan en las acacias esperando el fin de la tarde para salir a beber. Las ventanas abiertas de las casas y las persianas bajadas obligan a caer en la modorra. La mujer retira las cortinas y observa la vivienda de enfrente. Esta desconchada, las prendas que cuelgan de los tendederos parecen esconder su ruina. En la azotea hay un hombre con gafas de sol y una gorra verde de la Caja Rural. Se ven muy bien las espigas amarillas. Anda mojándose con un vaporizador la cara y parte del torso. No se le ve el abdomen ni las piernas. Es un hombre obeso y con mucho vello en el pecho. El nombre de FE-LI-CI-A-NO se enmarca despacio en los finos labios de la mujer, mientras se descalza una sandalia con otra. Como si su nombre lo hubieran gritado a través de un megáfono, el tipo gira la cabeza y la saluda con la mano. Le enseña el vaporizador y quitándose la gorra le muestra la calva reluciente y llena de crema blanca.
“- Pobre, para quitar el hipo a un zombi “, piensa para sí misma, levantando apocada los dedos de la mano, y con ligero rubor en sus mejillas.
– ¡Conéctate en diez minutos guapa!
-¡ Vale; dame quince, mejor quince!
Como si estuviera todo estipulado, la mujer se retira al baño, no sin antes pasar a coger el bolso. De él, saca una tableta con una funda de piel rosa. Al encenderlo aparece en el escritorio un retrato de ella junto a un jugador de baloncesto. Parece Felipe Reyes, un tipo enorme que la sujeta por los hombros mientras mira a la cámara. Ella le mira a él como si estuviese presenciando una aparición mariana, con el cuello estirado y el extremo de la lengua fuera de la boca.
El baño es muy pequeño, apenas existiría espacio para desenrollar el papel higiénico, pero tiene un ventanuco que va a dar al parque trasero. Se ven muy cerca las ramas y el color verde de las hojas. Huele bien y está muy limpio. Sobre el lavabo, en una pequeña estantería de color blanco reposan varios botes de cremas, algunos frascos ahumados con pastillas y diversos útiles de manicura. De puntillas y rozando con la punta de la nariz el espejo se perfila los labios, abre la boca y junta los dientes, blancos, alineados como las lapidas en un cementerio. Se desnuda y mete las prendas en una bolsa detrás de la puerta, dejándose sólo las bragas, blancas y nacaradas que sujetan firmemente unos glúteos algo esponjosos. A saltos llega a la habitación y se lanza sobre la cama haciendo sonar alguna juntura.
Sentada, estira los brazos moviendo sin querer las bolas de un rosario de madera. Suena en el dispositivo una melodía. Debe tratarse de el hombre de la azotea. Al abrir un archivo la mujer se ríe y se retira el flequillo hacía atrás. En su rostro aparece una mueca de incredulidad. Se acerca la tableta a la cara y vuelve a reírse de manera estridente. Se levanta, retira las cortinas, observa y vuelve a la cama, esta vez despacio. Teclea rápido algo sobre la pantalla, se cruza las piernas y toma del cajón de la mesilla una cajita de cartón. Tres mensaje encadenados hacen que la mujer se acalore y sus movimientos aparezcan algo descontrolados. De rodillas, otra vez sentada, con un dedo en la boca y a horcajadas manipula el teclado con un paroxismo desbocado.
Niega con la cabeza una y otra vez, aunque muestra indicios de llevarse la contraria, por la forma de sonreír maliciosamente. Deja el dispositivo a los pies de la cama apoyado sobre un arcón de mimbre y lo endereza por las cubiertas. Reclinada sobre el cabecero comienza a deslizar su mano por su cuello, mientras sus pies rozan los pliegues de la sabana haciendo que sus piernas se vayan apartando de las rodillas. Con su cuerpo serpentea subidas y bajadas, semejante al ave de presa acariciando las lomas para sorprender a su presa y retirando el contenido de la cajita estimula su piel con acompasados vaivenes, ajena ya a lo que el objetivo observa. Sus dedos se agarran al pubis de manera violenta, gira sobre su cuerpo y sujetando el borde del colchón muerde y babosea la almohada transformándola en una masa más pequeña y deforme, como una palomita reventada de su grano al sentir el calor extremo. Mitigado el jadeo, con las extremidades y músculos ya lánguidos, acomodados a su posición natural, la mujer estira la pierna y enfurecida golpea la tableta sobre la puerta. Se ha soltado de la funda y el aparato ha ido a parar a una esquina, bajo el perchero. El sensor de luz se ha apagado y la pantalla se halla algo resquebrajada.
Una nube oscurece mucho la estancia, la mujer aprisiona sobre sus pechos el aparato, no sin antes acariciarlo y apoyando su cabeza sobre el cristal descarga un llanto irreprimible, que sólo, quizás, el frescor de la tormenta pueda restablecer.
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