Nací el siglo pasado, eran tiempos revolucionarios, la gente sentía el cambio y los jóvenes abogaban por el amor y la paz, había pasado la guerra de Vietnam, la historia había impartido su lección y la humanidad necesitaba solo amor, al menos eso pregonaban los Beatles con su canción. Nos sentíamos con empuje y energía para transformarlo todo. Se veía a la gente con su peinado afro y sus camisas estampadas y vestidos sicodélicos, las plataformas de los zapatos dejaban mudos a los viejos y cojos a los descuidados. Los tocadiscos y los acetatos singles y LP se vendían como pan caliente y por la tele muchos cantábamos con Michel Jackson la canción de Ben (la rata asesina) y llorábamos de nostalgia y alegría al recordar los pasajes del film. Los sábados mi padre nos llevaba a mi hermano y a mí a un mercadillo y siempre nos anegaban la inquietud y la ilusión de poder chacharear en los puestos de cosas usadas donde adquiríamos, a veces violando la prohibición de nuestro padre, discos y libros usados muy baratos. Éramos realmente felices y teníamos muchísimo tiempo para comunicarnos con nuestros amigos, pasábamos horas y horas con nuestros primos hablando de los cómics, los programas de la televisión y de las cosas de la escuela. Después, en la adolescencia, discutíamos sobre la filosofía moderna, y de Freud, y de Erich Fromm, y de otros pensadores importantes. Cuando apareció la tele de colores mi padre se quedó impresionado, puesto que había leído un libro de Alvin Toffler sobre el shock que podría tener la gente en el futuro, creía que la tele era el principio de esa catástrofe, intuía que ese escritor futurista era una especie de mesías o Nostradamus que nos prevenía con su sermón de lo que ocurriría después. Según ese vidente predictor, el hombre sufriría un fuerte impacto al adaptarse al devenir pero lo que todos ignorábamos entonces, era que se estaba gestando un nuevo universo o que estábamos atravesando hacía una nueva dimensión desconocida, el temor al no adaptarse al futuro era minúsculo en comparación con lo que nos deparaba. Surgió así, de pronto, como el Big Bang pero teológico en dónde el Dios antiguo que se comunicaba con nosotros por medios rutinarios y su información llegaba cada milenio o con escritos como la Biblia o la Divina Comedia u otros, se transformó y creó una cosa llamada adelanto tecnológico, una nueva tierra con Adanes y Evas conectados a aparatos electrónicos, que fueron primero alámbricos, después inalámbricos y, por último, heliográficos. El primer hereje que surgió fue un carpintero que hacía ventanas virtuales y luego un falso Mesías vendedor de manzanas del árbol del pecado que envolvió a todos con la belleza de sus frutos. Ahora el Dios T podía controlar mejor a su creación, era suficiente darles una nueva forma de esparcimiento y lograba controlar a media humanidad. Había solo un problema, el de la maldad, el de los demonios. Surgió uno, no tan peligroso pero muy amenazador que abrió su libro virtual de confesiones al que se hizo todo mundo adicto con un perfil y un espacio público o privado para revelar y compartir su vida. Cambiaron los diez mandamientos, el concepto de pecado, el del matrimonio, la familia, la moral, la justicia y el mismo paraíso se hizo posible en la tierra. La vida real se acortó pero la virtual se eternizó, ya nadie se preocupaba por descubrir el espíritu humano, para qué si nuestro nuevo Dios T nos había embelesado con el amor virtual, el sexo virtual, la resurrección es posible a través de la virtualidad. Lo realmente pecaminoso e insoportable de la vida era no poseer los medios para comunicarse con el Dios T, el no poder gozar a tiempo del último modelo virtual para conectarse al paraíso.
JCEH
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