Estas palabras nunca las recibirás porque nunca habré existido, madre. Y porque estás muerta. Pero te las escribo para que sepas que habría sabido disfrutar de la vida y que tu nieta se iba a llamar Lucía, como tú.
Habría sido un niño sereno que amaría los libros y viviría unos años de rebeldía que todos achacaríais entre sonrisas y frustraciones a la adolescencia. Nunca te habría llegado a decir el verdadero motivo: no hubieras podido evitarlo y la culpa te habría conducido de la mano hasta tu último aliento. Los libros habrían resguardado entre sus hojas mi tenue cordura.
Llegaría a ser un hombre bueno que viviría de lo que hubiere escrito; mi tercer libro, la llave de una vida de sobrios lujos cotidianos. Un hombre a salvo de sí mismo que podría mirarse a los ojos en el espejo.
Pero la Nochevieja anterior al año en que conocerías a papá, tu novio estrelló su coche. Mantuvieron tu cuerpo con vida hasta el dos de enero en que tus órganos salvaron tres vidas. De algún modo sigues viva; yo nunca.
Así que no pude ser. Ojalá pudiera decirte que te quiero, mamá. Pero no existo.
D.
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