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En Roma, el tiempo y el espacio son una quimera.

Roma pervive anclada en su pasado, cuando el río del tiempo le mira al pasar, vestido de sonrisa. Verdes terrazas que arrojan sin cesar sus flores sobre el lienzo idílico de un cielo tan limpio y diáfano como el alma de un niño…

Cada iglesia de Roma aquilata en su nutro muchas épocas. Cada muro es un mosaico donde las piedras de un fórum, derruido por las hordas bárbaras, se mezclan con los restos de una biblioteca que antes de dar refugio a los libros, abrigó las llamas de un templo pagano y este último fue erigido, a su vez, sobre las ruinas de una fortaleza.

Cada iglesia de Roma fue templo, trono, tribunal y baluarte; en cada recodo del tiempo se abalanzaron sobre ella todos los brazos, se refugiaron en su interior todas las almas y en todas las lenguas, fueron adorados allí todos los dioses.

Cual una flor anhelante de asombro, renace cada día la ciudad eterna. Despliega, como una vela solitaria, su alma romántica sobre el torrente indómito del tiempo derrocado y, en cada peregrino, hace brillar una partícula imborrable de su propia eternidad.

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