Aquel anochecer me pidió que lo siguiera hasta el bosque; no dudé porque confiaba absolutamente. Caminamos en silencio haciendo honor a la expectación suscitada por el secreto que iba a mostrarme. En la penumbra y entre la maleza, me guiaba por el sonido de las hojas crujiendo bajo sus pies, hasta que fue sustituido, casi imperceptiblemente, por un susurro que ya no procedía del suelo sino del aire: yo ya no iba tras sus pasos, sino tras sus alas. Me había enamorado de un ser que resultó ser medio hombre medio ave. No sé si habría luna más allá de las copas arbóreas, pero la luz de la noche era azul y, bajo ella, él me descubrió su envergadura de halcón. Voló trazando círculos en torno a mí, que lo contemplaba admirada y sin apenas sorpresa, como si lo hubiera sabido desde siempre. Alcé las puntas de mis dedos para rozar ligeramente su terso plumaje sin alterar un ápice el perfecto perímetro que dibujaba.
Entonces se posó en una rama a la altura de mis ojos. Por mi parte, segura de que aquél no era un amor entre otros, sino el Amor, le dije lo que aguardaba oír:
-No me importa que seas un ave. Te amaré igual.
-En cambio, a mí se me hace cada vez más difícil sobrellevar mi naturaleza dual- respondió-. Para continuar amándonos, sólo cabe una opción, que accedas a convertirte tú también en ave. Únicamente podremos amarnos bajo esta forma.
Confusa, reiteré que lo amaba, pero no recuerdo haber accedido claramente a su petición. El caso es que, sin tiempo a asentir, el dolor me asaltó y se propagó por todo mi cuerpo, mientras el conjuro mágico de un antiguo sabio resonaba: “Recibiendo este chorro de belleza por los ojos se calienta con un calor que empapa la naturaleza del ala y, al caldearse, se ablandan las semillas de la germinación… Anda en plena ebullición y burbujeo, y como con esa sensación que tienen quienes están echando los dientes cuando ya van a romper, ese picor y escozor de las encías, así le pasa al alma del que empieza a echar las plumas. Bullen, escuecen, cosquillean las nacientes alas…”[1]
Arden. Se clavan. Me escuece la piel. Y pierdo el sentido. Arden… Sólo oigo a lo lejos el conjuro. Y no puedo escapar…
Arden… Se clavan… Escuecen… como agujas que se insertan, los muñones plumíferos.
Realmente, los secretos artífices de mi trasformación me estaban clavando grandes plumas, utilizando sus extremos a modo de agujas y cosiéndomelas bajo la piel. No sé cuánto duró ni en qué momento mi conciencia, ante el desgarro de mi carne, se disolvió en una espesa neblina.
Despierto ante la luz diurna, ensangrentada y sedienta sobre la hojarasca del bosque. Él había velado paciente mi transformación. Pero, al término del conjuro iniciático, yo no era del todo un ave, sino un ser humano maltrecho, que tenía el cuerpo cubierto de plumas sólo parcialmente: verdad que de los brazos pendían las más grandes y hermosas, aunque dolidas y resecas de sangre.
– ¿Qué es esto?,- murmuré.
– El proceso va lentamente, todavía no ha terminado. Ahora necesitas descansar. No te preocupes, dentro de poco serás un ave majestuosa como yo. Tus alas serán tan bellas y poderosas como las mías.
Recuerdo llorar en silencio, no estar segura de querer ser ave, no entender por qué dolía tanto, por qué tenía que ser pájaro, por qué a él no le dolía nada. Me aseguró que sería sólo esa primera vez, que luego las plumas cicatrizarían y las sentiría como propias, como si siempre hubieran estado ahí.
-¡Ya no soy una persona! ¡Tampoco un ave! Ahora soy un ser maltrecho, híbrido, devastado.
-Serás un ave. Ten paciencia.
-No. No continuaré con el conjuro. No. Me quedaré así. No entiendo este dolor. Ni tu impasibilidad.
Y recuerdo levantarme despacio, dar unos pasos… Me pesaban aquellos brazos ridículamente emplumados e inútiles.
Y recuerdo marcharme, mirar con suma incomprensión, por última vez, al que había sido mi amante.
Me quedé oculta en el bosque. Con mis agujas en la piel.
[1] PLATÓN: Fedro.
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