La guerra, como ya se ha escrito muchas veces, es sobre todo esperar. Esperar al cambio de guardia, esperar a la hora del rancho, esperar a que el enemigo haga algo, esperar a que los mandos ordenen algo, esperar a que haga menos frío, esperar a que la noche pase rápido, esperar a morir y esperar a matar. Una guerra es eso. Lo que no te dicen es lo que pasa cuando uno espera. Al esperar la mente da vueltas sobre los temas más dañinos para uno mismo. No hay buenos pensamientos en las trincheras.
Un joven soldado tirado en una miserable trinchera llena de barro, mierda y muerte, piensa. Recuerda a su amor, añora el hogar y cabila sobre el sentido, o sinsentido, de la guerra. El joven soldado llega a una conclusión después de dos años de guerra, es creyente a medias. Ha decidido creer en Dios. En el que sea. Pero sólo por la noche. Durante el día la luz del sol, las charlas y amistades hacen el que peso de la soledad y el miedo se alejen lo suficiente de su mente. Incluso en las pocas escaramuzas en las que participa, no siente el miedo a morir en su interior, sólo adrenalina. Pero la noche es algo muy diferente. La noche es silencio, oscuridad y miedo, sobre todo miedo. Si tiene la suerte de poder dormir, seguro que le asaltarán las más horribles pesadillas que tras dos años de horror ha creado su mente. Si no duerme, la nostalgia y melancolía se apoderarán de él. Llora por las noches, llora de puro terror. Y es ahí cuando es creyente. Es ahí cuando reza las pocas plegarias incompletas que sabe. Es ahí cuando la necesidad de sentir que hay algo más, aparece. El joven soldado no se considera un hipócrita, ni siente la más mínima aflicción por ese ir y venir de fe, ni durante el día, ni a la noche. Sus dos “yos” se mudan cómodamente en el crepúsculo.
La guerra avanza, o al menos se mueve. En la trinchera el joven soldado no sabe si gana o pierde, aunque su bando vaya ganando o perdiendo. Ganar y perder para el joven soldado en una trinchera no es lo mismo que para los altos mandos, el gobierno o el rey. El joven soldado ha pensado mucho sobre la guerra. También sobre la patria y sus accesorios, como la bandera o las fronteras. Ha pensado mucho y ha decidido que no tiene opinión, el joven soldado solamente quiere vivir, le da igual en qué patria, bajo que bandera, entre qué fronteras y siendo victorioso o perdedor. Sólo quiere sobrevivir al frío que hiela sus huesos en invierno, al calor abrasador que se bate contra su piel en verano, al barro que lo inunda todo y a los insectos que viven en él y que se meten en su ropa y bajo su piel. Sobrevivir a todo y a todos, por encima de todo y todos, incluso sobrevivir a Dios.
A veces al joven soldado le toca combatir. Cuando se combate no se piensa, es requisito fundamental. No porque el soldado no deba poseer inteligencia, astucia o capacidad táctica, sino porque pensar lleva a la duda y a cometer errores. Pelear, combatir, es cuestión de instinto. Antes de combatir el joven soldado murmura unas palabras a Dios, por si acaso. Pero rápidamente Dios desaparece y entonces sólo hay gritos, jadeos, mucho ruido, miedo y excitación. Ir al combate, matar, se parece a follar, al menos descriptivamente. Combatir de día tiene un pase. Por el día las batallas siempre parece que se van a ganar. Pero por la noche al joven soldado le da igual ganar o perder, sólo quiere sobrevivir. Ha pensado más de una vez en desertar, bien para esconderse durante la guerra, bien para unirse al bando que vaya ganando. No por falta de patriotismo o valentía, sino por estadística. El joven soldado cree que tiene más posibilidades de sobrevivir en el bando ganador. Aunque firmaría ya mismo la derrota de su bando si así terminase la guerra. Éstas y no otras son las contradicciones de la guerra. En una guerra se contradicen los intereses nacionales con los individuales. O algo así, eso el joven soldado no lo tiene muy meditado.
La guerra ha terminado. Por fin, piensa el joven soldado. ¿Y ahora qué? Regresa a casa, es un héroe. O eso dicen. Por el día es feliz. Sonríe, se divierte, besa a su familia, se acuesta con su pareja y cree que todo ha terminado. Por la noche se asusta. Sigue teniendo pesadillas, pero ya no son de guerra. Sueña que Dios viene a pedirle cuentas. Yo te salvé todas esas noches, me lo debes, sueña que Dios le dice. Cada noche Dios está más cabreado. El joven que ya no es soldado amanece incrédulo. ¿De verdad es Dios el que me habla? No, solamente es un sueño. Yo no creo en Dios, se dice a sí mismo. Pero a la noche todo vuelve a empezar. Si creías en mí antes, ahora debes seguir creyendo, le dice Dios.
Dicen que no hay ateos en las trincheras, que ante el miedo a la muerte todo el mundo cree en algo. Ante el abismo de la nada, el joven soldado creyó en Dios. Ahora, Dios viene a que el joven le rinda pleitesía. Ese era el trato, dice Dios. No, no lo era, dice el joven que ya no es soldado y que por tanto ya no tiene que creer en nada, se rebela. Yo no creí en ti nunca, sólo creí en el miedo, dice. No era ignorancia, no era fe, era miedo, dice. Creí como todos creímos, ateos y creyentes, dice. Pero ahora no creo, ahora sé, le dice a Dios confiado y sereno.
No hay ateos en las trincheras, ni Dios en el Universo, piensa el joven que fue soldado.
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