Ha empezado el romanticidio masivo. Se ha declarado la anarquía referencial en la concepción del mundo. Todo es nuevo y tiene una única versión: La palpable, la última y contemporánea. Los tiempos pretéritos de las conjugaciones se han erradicado del vocabulario por no tener cabida en un mundo tan frenético. El presente es una vana impresión de la proyección inminente de un futuro al que perseguimos tan de cerca que no mide bien sus pasos y nos lleva a perdernos. No hay pasado, el pasado es literariamente romántico. No hay cuadros que lloren una pérdida, no hay poemas que hablen de nostalgia, no hay aforismos retrospectivos… No hay romance.
El tiempo es un pobre animal de circo, subyugado a la voluntad de un domador que le indica qué hacer en cada momento. La gente lo ve, se divierte con él, le temen pero se sienten a gusto al verlo atado por cadenas. Nadie quiere ver que esas cadenas son de papel, a penas reales, y que es ese animal quien tiene al público controlado. Espera al momento oportuno para que todos puedan pensar que sí, que en efecto se equivocaron y puedan arrepentirse profundamente de todo el dantesco espectáculo que han presenciado durante la función. Qué nostalgia tan exageradamente romántica.
Un hombre camina solitario. Pobre. Nadie quiere acompañarle. No puede ser que prefiera caminar solo, eso sería demasiado romántico para nuestro tiempo —se dicen los romanticistas.
El hombre no necesita compañía vana e intrascendente mientras busca alguien por quien merezca la pena renegar de la profesión de un ascetismo estricto. Al hombre se le tacha de asocial, tímido, introvertido y extraño. De incomprensible en vez de incomprendido. Busca esa compañía que encuentre las virtudes que perdió entre todos sus defectos. Defectos que ve una sociedad de ilusos, que presuponen tener la razón en aspectos que ni siquiera entienden. Qué poco romántica es esa conducta, qué apropiada.
El hombre sigue paseando, asediado por las miradas de incredulidad del mundo respecto a su decisión de avanzar solo. Yace inmerso en un periplo introspectivo que le hace entenderse. Le hace entenderles, aunque no compartir lo que piensan. Él lo sabe: no le da miedo tener la certeza de tener la razón, el mundo se equivoca por pensar que no puede equivocarse. Él está seguro, pues sabe que equivocarse es humano y, aunque parezca que pretendamos lo contrario, todos somos humanos.
El hombre está esperando a esa mujer que le entienda. Que vaya solo no significa que no sepa amar, por lo que le ven como un loco, sino que no quiere desperdiciarse amando demasiado poco. Romántica paciencia, qué lastima que cuando más brille sea por su ausencia.
Eso a lo que muchos llaman creatividad, otros basura. Alguno hay que lo llama técnica y talento, otro suerte —como apelativo envidioso del incapaz—… Al fin y al cabo se le conoce mejor por el apodo que todos comparten: Arte.
Qué romántico el concepto artístico de la belleza. El nacimiento de una obra, la concepción de una vida que el resto de vidas compartan. Curioso querer matar al resto de vidas que aún no han nacido con este gran genocidio. No hay cabida a un referente. Nada puede durar tanto como para convertirse en un referente, todo caduca rápido.
Larga vida al arte, a la fe en la humanidad, a la soledad de quienes pueden disfrutar solos, al poder del tiempo indomable. Larga vida a la paciencia, que larga debe ser para ser paciencia, como larga vida deseo a los referentes de tantas seredipias efímeras que dan paso a obras atemporales.
Feliz muerte a quienes griten en voz alta este último epítome del romanticismo. No seremos mártires, no formaremos parte de la historia porque el mundo se encargará de olvidarnos. Pero nos olvidarán por ser diferentes. ¡Cuán romántico es escoger esta muerte!
Adiós, víctimas anónimas del tiempo, ha llegado el Gran Genocidio Romanticista.
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