Estoy solo en una ciudad extraña, construcciones altas y grises me rodean, edificios estilo años ochenta con las fachadas gastadas. Las calles están descuidadas, solitarias, no hay un alma, solo una leve brisa que menea las hojas y papeles de la calle y sus aceras. Siento un sonido a la lejanía como un desfile militar, un sonido de tambores y pisadas al unísono. Camino calles innumerables para encontrar su origen, giro en una esquina y veo un desfile de marionetas gigantes, que bailan titiriteadas a un ritmo contagioso. Soy el único espectador, creo. Aplaudo y veo mis brazos y para mi asombro me cuelgan cuerdas rotas. Mayor es mi sorpresa…miro mis piernas y lo mismo.

De entre el carnaval salen tres perros a cuerda, uno de uniforme verde, otro de túnica negra, y otro de frac, vienen corriendo ladrando rabiosos hacia mí. Escapo lo más rápido que puedo y les pierdo de vista.

De pronto veo un letrero luminoso «venta de trajes»; me acerco y entro raudo, no hay nadie, hay muchos trajes, escojo uno como los del carnaval, escondo mis cuerdas rotas lo mejor que puedo y acto seguido vuelvo, de los perros no hay señas. La alegría del carnaval es contagiosa, las marionetas danzan y sus miradas parecen alegres; quiero ser parte de aquello, me meto al carnaval y bailo, cuesta mantener el ritmo, nadie me dice nada, pero como yo no tengo cuerdas me cuesta más supongo. Quizás vuelvan a crecer pienso, sigo el ritmo como puedo y me voy sintiendo aliviado, ya no estoy solo, ya soy parte de los que son como yo, y así pasa un buen rato.

Entonces veo un bulto sorpresivo, no alcanzo a reaccionar, es una especie de tuerca grande, la piso y me tropiezo y caigo, las marionetas no se detienen y empiezan a pasar sobre mí y voy sintiendo que me voy rompiendo, y grito, nadie me escucha, escucho el sonido de mi cuerpo quebrándose, un dolor desconocido, brutal, mezclado con el miedo más grande que se pueda sentir, sé que muero, las pisadas me van pulverizando entero. Sigue el absoluto silencio, silencio y oscuridad, no siento nada, estoy en un nuevo espacio, en realidad no sé si estoy, si soy.

Como por instinto, recuerdo que tengo ojos y poco a poco, los intento abrir. Un destello de luz me ciega, no distingo forma alguna. Y poco a poco voy viendo los contornos y recobro la noción de la realidad. Estoy en mi habitación de estudiante en Valparaíso, ya es hora de ir a clases, me incorporo, voy hacia la ventana y ahí está el ascensor del cerro Barón. Veo también filas de personas que caminan al mismo ritmo, que miran cada cierto tiempo sus muñecas, hay cajas móviles de latón que las absorben y escupen, todo parece estar coordinado por paletas de luces de colores, que marcan el ritmo. Es un día normal en la ciudad.

Me doy prisa pues se hace tarde, me visto de vaqueros, salgo a la calle, sigo a los que visten como yo, luego entramos en un edificio y nos distribuimos en aulas similares, alguien habla para todos.

Todos usamos cuadernos similares, tomamos notas similares, para dar luego exámenes similares, supongo que para ser personas con almas y sueños bastante similares, quizá demasiado similares.

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