1. Rastrojos

Miguel tiene 95 años. Está enfermo. Anclado en su casa, dejó nuestras reuniones. Redujo los «deberes» que exigen concentrarse: entrevistas, artículos.

No sabe qué es depresión -dice-. Pero a veces se lo ve cansado. Le pesan esas cadenas porque está comprometido con la vida, los demás, la justicia. Le duele el mundo, querría cambiarlo. Sabe sus limitaciones, asume su responsabilidad.

Repasando papeles, dio con escritos inéditos. Decidió juntar relatos de sus experiencias para publicarlos como Rastrojos; residuos que quedan después de segar la mies en el campo pronto para recibir nueva labor. Miguel, recolectando Rastrojos para «los que vendrán», está vivo; feliz.

2. Despojos

«En mis tiempos -dijo el escritor- y llamo siempre míos a los de mi oscuridad y mi pobreza, porque son los de la esperanza, más hermosa que la realidad, y los del combate, más alegre que el triunfo; en tiempos de mi descubrimiento de la vida…» había un grupo de jóvenes literatos que apodaron al más entusiasta Albatros[1], (porque «sus alas de gigante le impiden caminar»)[2]

Fue traidor: dejó las letras por el comercio. Viejo acabado, Albatros convocó antiguos compinches para revivir su sociedad. En renovada primavera interior, les trajo de vuelta las esperanzas y sueños de la juventud. Su alma, treinta años sepultada en dinero, resurgió intacta. Brillaba en él «la audacia de los veinte años», en choque con el «encogimiento tímido» de los otros, que rebajaron deliberadamente sus vuelos. Era «nuestro propio ‘yo’ de otros tiempos» -afirmaba el escritor-, «tal como le veíamos en el florecer del alma de nuestros discípulos», pero «envuelto e impregnado en nuestro ambiente de los 20 años».

Albatros sintió su soledad y murió.

«¡Pobre Albatros -concluyó el escritor-; mientras íbamos tras sus despojos, nosotros, que también lo éramos de ese dulce e irreconquistable pasado, yo sentía que me angustiaba el alma un pesar desusado y complejo»: diferente del de despedir compañeros desaparecidos tras su plenitud, o antes de alcanzarla, o discípulos muertos en promesa.

¡Pobre escritor! Si los presentes no son tus tiempos, sentirás pesar de haberte enterrado con tus espacios y tiempos: sin combate ni triunfo, ni esperanza ni realidad, ni pasado ni futuro. Encubriendo tu estar vivo. Fuera de estos lugares y tiempos, en que vale la pena convivir. Despojo sin rastrojo.

Y darte cuenta.

3. La vida también es esto.

El señor Linh[3] escapa de su país con su nieta de días, sobreviviente de una masacre. Desubicado en otro país cuya lengua ignora, se sienta en un banco de una plaza. El señor Bank se le acerca, habla cosas ininteligibles. Linh calla. Hombres sufrientes, con el correr de los días traban sorda y locuaz amistad.

Aunque sabía que el suave relato derraparía al desastre inevitable, quedé enganchado en la ternura del texto, la asfixia del encierro en el asilo, la exasperante huída. Aceché la caída por mera curiosidad; sea cual fuere el duro final, lo que el autor tenía que contar ya estaba dicho.

En el final infeliz (un automóvil atropella viejo y niña) el tour de force que revela la «verdad» del relato (la nieta era una muñeca; la muñeca descabezada, la nieta) me tomó desprevenido.

La novela adquiere otro cariz, leída hacia atrás. Reconozcamos al autor su capacidad de producir lo inesperado, constatemos que no ha hecho trampas. Además a la luz de esa verdad, personajes demasiado rígidos, insensibles o estúpidos, nos hacen creíbles y sensatos. Podría haber terminado con el rotundo: «Y de pronto es de noche».

¿Para qué más páginas de epílogos irrelevantes? Y queda deslucida la trama y el drama que sostiene el relato, con ese truco de titiritero. Nadie era tan incompetente o desalmado. Era un viejo loco, Linh. Quizás su país y vida no eran tan idílicos, quizás Bark no mató en otra guerra, quizás nadie asesinó a su familia, quizás no hubo ni hay guerras que arrasan países; quizás no hay inmigrantes huyendo de todas partes a ningún lado…

Pero hay otro final, feliz.

«Un frío brutal inunda por completo al señor Bark», junto a su amigo muriente.

«El señor Bark cierra los ojos». Los mantiene cerrados aunque oye la voz del amigo nombrando a su nieta. Es un sueño -se dice-. Y no quiere que acabe…

«El señor Bark abre los ojos», por fin. Ordena al viejo quedarse quieto, suelta una gran carcajada, le dan ganas de abrazar a todo el mundo: su amigo está vivo. «Sí, se dice, puede que la vida sea también esto. De vez en cuando un milagro». Linh se siente renacer. En la ambulancia, Bark «le toma la mano sin dejar de hablarle. Es el comienzo de una primavera muy hermosa. Los primeros días.»

El relato transfigura preguntas epistemológicas (¿qué es real, qué, alucinación?) en cuestiones éticas de sensibilidad y decisión voluntaria (¿hay que ser sensible? ¿querer vivir, convivir, matar, morir, amar? ¿qué esperar? ¿qué hacer? ¿qué ser?).

Bark, primero «cierra los ojos»; decide estar «cansado», no ver dolor, no ver nada, no esperar nada, no hacer nada, para no sufrir: «¡qué dulce es la noche de la mirada!». Cuando «abre los ojos», decide oír, mirar, vivir, reír, esperar, creer. Linh decide renacer, recuperar su historia de dolor, de sobrevivencia en hambre y guerra. Decide ser invencible. Enfrentar la realidad, no desconocerla. Sabe que la muñeca no es Sang Diu: sonríe «estrecha la hermosa muñeca entre sus delgados brazos, la estrecha como si su vida dependiera de ello, la estrecha como estrecharía a su nieta, silenciosa, tranquila y eterna, una hija del alba y de oriente. Su única nieta. La nieta del señor Linh»; que, en eso, recupera su nombre, el futuro de los suyos y demás humanos.

5. Estando.

Yo, en incómoda espera, gozando y sufriendo, sin mirar ni adelante ni atrás, quieto. Intranquilo, calmo. Con mucho sueño, insomne. Cansado, hiperactivo. Encendido, apagado. Satisfecho, angustiado. Feliz, indiferente.

Temblando. Pero, entretanto, estando. Amando. Viviendo.


[1] Rodó: «Albatros», Últimos motivos de Proteo.

[2] Beaudelaire: «L’Albatros», Les fleurs du mal

[3] Claudel: La nieta del señor Linh.

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