Condujo un par de horas hacia el Oeste. La ruta parecía tranquila, casi no había vehículos. Aunque el calor era tan intenso que hacía crujir el asfalto y los animales salvajes se alborotaban desde las malezas intentando trasponer el camino. No todos lo lograban, y era normal ver bandadas de caranchos reunidas alrededor de la carroña. A menudo debía disminuir la velocidad, puesto que las aves sólo se espantaban al oír los bocinazos ininterrumpidos y aún así eran demasiado lentas al levantar vuelo, lo que hacía al parabrisas un blanco fácil para su torpeza. En el trayecto avistó a dos serpientes atravesadas a lo ancho del camino, aplanadas de seguro por las ruedas imponentes de los camiones de carga, y además contabilizó de manera sucesiva a tres zorros destripados sobre la banquina.

Dentro del auto, todo era inverosímil. El aire acondicionado estaba programado en la máxima potencia, y el ambiente se impregnaba del aroma a lavanda que salía de un difusor convenientemente ubicado. Las sutiles melodías del rock sinfónico y una botella de líquido hidratante en el posa vasos, terminaban por completar un ambiente confortable.

Viajaba lúcido, compenetrado en el camino. Sin permitirse abstracciones, estaba prácticamente entregado a la mecanicidad. Convencido de que el Sol no es el mejor amigo del viajero que se dirige hacia el Oeste en pleno atardecer de verano, apuraba la marcha cada vez que el panorama se lo permitía. Tenía la visión sensible por una conjuntivitis reciente, y quería evitar toparse con los destellos cegadores del ocaso.

De pronto, divisó a un par de kilómetros un bulto oscuro sobre la ruta . Se inquietó. No podía ser carroña, no había caranchos cerca. Disminuyó la velocidad y a medida que se acercaba notó que el bulto se movía. No tardó en darse cuenta que era una enorme iguana que cruzaba parsimoniosamente el asfalto. La aparición lo alteró. Era un asiduo viajante, pero jamás había tenido ante sí a un reptil semejante. Tuvo que detenerse casi por completo, hasta que el magnífico animal traspusiera el camino. Lo contempló unos segundos a través de la ventanilla. Se sintió perturbado de su imponente papada verdosa, su cola gruesa y atemorizante, y lo maravillaron los recónditos ojos prehistóricos que parecieron observarlo hasta que la bestia desapareció entre los pastizales.

A partir de allí el viaje fue distinto. Comenzó a abstraerse, ya no podía dejar de pensar en el animal. Se distrajo, y le vinieron memorias muy lejanas. Su niñez pobre y errante iluminada por la angustiante luz de gas, el agua estanca de un cántaro antiguo que siempre ansió destrozar, el reconfortante y denso olor a espiral que hacía tolerable la oscuridad calurosa de su habitación, los ladridos de los perros ajenos que se sucedían interminables durante las madrugadas, condenándolo a pensar.

Cuando repentinamente volvió en sí, se topó con una hilera de vehículos estacionados en plena ruta y tuvo que frenar bruscamente. Bajó. Por delante habrían unos diez automóviles y al final se percibía un grupo de gente reunida. Decidió acercarse, con la vista fija en la muchedumbre, presintiendo un abismo. Al llegar vio una chancha gigantesca, agonizando en la banquina. Varias de sus crías correteaban temerosas por los alrededores chillando incansablemente. Luego advirtió el automóvil con la trompa destrozada y el parabrisas hecho añicos. A pesar de todo lo reconoció, él había vendido ese auto hacía dos semanas. Dentro estaba su propietario, Alejandro Galván. Fueron compañeros de colegio durante el primer año de secundaria, y aunque no llegaron a ser amigos, un posterior sentimiento de admiración terminaría por unirlo a él. Su padre había muerto de un infarto en plena cena de navidad, y su madre, conmocionada, terminó por sufrir una afección idéntica que la dejó cuadripléjica. Entonces Alejandro abandonó sus estudios para asumir su cuidado. Más tarde se dedicó a trabajar, renunciando prácticamente a cualquier tipo de ocio. Varios años después, cuando su madre finalmente falleció, inició los estudios universitarios y terminó por graduarse como licenciado en ciencias matemáticas.

Se reencontraron en la concesionaria. Alejandro estaba interesado en un automóvil de tipo familiar. Le contó, con sincera alegría, que debía buscar a su novia en una ciudad cercana y quería sorprenderla con la novedad de su adquisición, y por sobre todo, con su propuesta de matrimonio. Jamás habían hablado de asuntos íntimos, trascendentes. Pero esa ocasional concesión de confianza, le provocó la convicción de que podrían haber sido los mejores amigos en otras circunstancias. Ahora el cuerpo de Alejandro estaba atrapado entre el asiento del conductor y el airbag explotado en la cabina. La ambulancia jamás llegaría a tiempo.

Invadido por el agotamiento, decidió regresar. Miró a su alrededor y vio a las personas que, como él, habían bajado de sus vehículos para presenciar la tragedia. En el camino las conversaciones llegaban envueltas en un eco pesado, y le resultaba imposible encajar las voces que escuchaba en los rostros que se sobrevenían a su paso. Cuando acabó de franquear el amontonamiento, un comentario lateral hizo que fijara la vista en una joven muchacha que dialogaba con un hombre un poco mayor que ella. “Aprobé Introducción a la Filosofía, recé tanto para eso” dijo la chica, mientras su interlocutor la miraba entusiasmado. El vértigo lo acometió. Súbitamente todo le resultó precario, perecedero. La fragilidad de la superstición y la inconsistencia de lo sobrenatural lo abordaron, y una sensación de caos terminó por devastarlo.

A unos cuarenta metros divisó su automóvil, incandescente, fulminado por la potencia del ocaso ya inmediato. Detrás, la fila de vehículos se había multiplicado y otras personas avanzaban para sumarse a la congregación de espectadores. Una brisa de tormenta lo estremeció, y sólo entonces se percató del sudor que le brotaba con abundancia de la sien. Levantó la vista hacia el Este, y vislumbró las nubes majestuosas abriéndose paso en el firmamento a fuerza de relámpagos y truenos tardíos. Consciente de su insignificancia, se reincorporó, y pudo intuir a lo absoluto desvaneciéndose en la vorágine; esa certeza terminó por enorgullecerlo de su humanidad.

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