Es turbador cómo puede cambiar la vida de una persona de un momento a otro; a veces de forma inconsciente, sin que uno se dé apenas cuenta, con una palabra, un gesto, un hecho que se cuela por alguna rendija de nuestro cerebro y comienza a desgastar la idea que teníamos de alguien o de algo; y otras de forma tan contundente que piensas que no sobrevivirás, que nada volverá a ser igual y que tu vida será un desierto para siempre.
Un mazazo. Un gancho de derecha. Una caída a un lago helado que te deja durante unos segundos sin respiración. Es difícil decir cuál de estas formas de abandonar una parte de tu vida es peor: la lenta o la que marea.
Había estado en el hospital. La operación había sido sencilla pero la convalecencia fue larga y dolorosa y Daniel la visitaba cada día. Al principio se quedaba por las noches, cuando ella estaba peor. Luego, cuando comenzó a estabilizarse y los dolores fueron cediendo, comenzó a irse a dormir a casa.
Al salir del hospital apenas tenía fuerza para dar unos pasos y Daniel la llevaba a hacer rutas en el coche.
En una de esas rutas, mientras sonaban Los Secretos, una frase les sirvió para establecer aquella conversación que más tarde la asaltaría a menudo: “Ayer que te encontré vencida y triste, que me puse a pensar, desconcertado, y de esto estuve yo…enamorado”
—Es cierto, qué distinta se ve a la persona a la que amas mientras estás enamorado ¿verdad? Y no hablo de atracción física, es algo que va mucho más allá, algo así como un autoengaño.
Daniel se había reído.
—¿Un autoengaño? ¿Quieres decir que no soy tan guapo como me ves?
Ella también se había reído.
Pensaba en cómo la percibiría él ahora. En si también se preguntaría, desconcertado, cómo había podido haber estado enamorado de ella. Cómo la recordaría después de todos esos meses que habían pasado desde aquella conversación.
—Tú también has estado enamorado antes, no te rías, verías a Lorena como una, no sé, como a la única con la que deseabas estar ¿no?
—La dejé por ti.
Yara recordaba también muy a menudo aquella frase: “La dejé por ti”, porque la había hecho sentir cierta satisfacción por mucho que se lo quisiera negar a sí misma. Y aquello era egoísta, jamás había pensado en su dolor, en el que ella y Daniel le habían provocado aunque no hubiese sido algo premeditado.
Y si había algo en lo que Yara no creía era en el karma, pero aquel día se preguntó, horas más tarde, si en realidad no era aquello lo que había sucedido, si no habría sido todo una jugada del karma, incluida la canción que propició aquel tema de conservación, la última que tendrían salvo los gritos que la siguieron.
—Para el coche.
—Yara…
—¡Que pares, joder, o salto en marcha!
Todavía resonaba en su mente el “La dejé por ti” cuando Yara levantó la tapa del cenicero para tirar la colilla del cigarrillo. Quizá si él hubiera fumado otra marca de cigarros que no tuviera la boquilla blanca, quizá entonces, no habría sucedido nada.
—Yara…
Frenó el coche y se enfrentó a ella, que hacía unos minutos había sacado la colilla manchada con carmín de labios. Yara no lloraba y aquello, seguro, era más aterrador.
—¿No vas a contármelo?
Cuando había sacado la colilla del cenicero y se había quedado mirándola él había tamborileado los dedos sobre el volante.
—¿Y esto? —preguntó ella con la colilla entre sus dedos.
—¿El qué?
Yara movió la cabeza y le miró. Él supo que acababa de cagarla con aquella contestación. La inercia le empujaba a ir más allá.
—¿No es tuyo?
—¿En serio? —Yara quería pero no podía llorar.
Luego, él había confesado con su silencio, volvió a poner el coche en marcha y condujo así, sin siquiera poner música para llenar aquel vacío, y al llegar ella se había encerrado en el baño y él había metido algunas cosas en una maleta y se había ido.
Necesitaba que él volviera, necesitaba que la demostrara que le importaba algo. Quería que le contara la verdad, porque sólo la verdad la podría librar del atrevimiento de sus pensamientos para crear historias que podían no ser reales, pero que dolían como si lo fuesen.
Eso es lo peor, cuando sigues amando a alguien que te ha traicionado y tu alma se debate entre buscarle, porque le sigue necesitando; esperarle, porque necesita resarcirse; u odiarle, porque sabes que aunque vuelva, ya nada será igual.
Pero no volvió.
Y Yara se dijo que no era importante para él.
Cuando el dolor es momentáneo, te ayuda a estar alerta, activa tu cuerpo e incluso tu cerebro. Cuando el dolor se vuelve crónico, la sensación pasa a ser de agotamiento.
Quería llorar y no podía.
Aprendió entonces que puesta a escoger entre los días malos y los peores se quedaba con los últimos, porque en estos se permitía abandonarse sin remordimientos y desear morir.
Pero su cuerpo y su mente, no sabía si por sabios o por irreverentes, no la dejaban disfrutar de su propio desahucio durante mucho tiempo y se empeñaban en luchar para salir a flote cuando ya los pulmones no resistían un segundo más sin oxígeno.
Así, era devuelta a la vida, como si la escupieran desde el mejor lugar del mundo; sangrante y empapada, igual que los bebés cuando abren los ojos por primera vez al mundo.
Desalojada una y otra vez del vientre materno, Yara un día expandió el tórax y el llanto de bienvenida resonó en su pecho y la liberó del ciclo que la atormentaba.
Abrió los ojos a la nebulosa de un mundo nuevo, y la frase que la salvaría acudió sola a sus labios mientras enarcaba las cejas perpleja y desconcertada: “…y de esto estuve yo, enamorada”
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