El color de los murciélagos

El color de los murciélagos

Fue después de media noche cuando, por fin, lo entendí. Antes habían transcurrido, al menos, cuatro horas de debate incontrolado de mi mente consigo misma…

Parecerá fácil, pero, durante esas cuatro horas, también me debatí en la idea de que mi agonía no acabaría nunca. ¡Si pudiera ahora expresarlo! ¡Si supiera como explicar aquello…!

Todo empezó tras la muerte de mi madre. Siendo yo niña me había dicho mi papá que a mi madre los murciélagos le aterraban. Y yo, que nunca había visto ninguno, los imaginaba como criaturas de gran peligro y misterio; cuya posibilidad de ser descubiertos, algún día, me llenaba de temor y, al mismo tiempo, de una gran curiosidad.

Ocurrió pues que, al fallecer mi mamá, me llevaron de excursión, después supe por qué, a las montañas de Raciocorn; unas montañas agrestes y verdes en cuyo centro se alzaba una imponente cueva de granito negro.

Allí vi, no sólo a un murciélago. Pude contemplar, llena de asombro, su vida peculiar en la oscuridad, guiados por el sonido de sus guturales gemidos y un oído particular que capta las ondas del aire contra las rocas.

Mucho tiempo después me di cuenta de que mi capacidad de asombro era tan inmensa que había apagado todo el miedo que aquellas criaturas también me provocaban o, mejor dicho, creía que me provocarían.

Así comenzó mi divagar extenso e incontrolado. De pronto se produjo en mi una simple hipótesis: ¿Qué pasaría si nunca hubiera aprendido nada?

No sé cómo contar lo que no se puede saber. No sé cómo decir lo que ni siquiera aprendí. El caso es que, con semejante interrogante, me hundí en un espacio vacío y sin formas en el que sólo habitaba mi mente parlanchina dialogando consigo misma sobre los beneficios e inconvenientes del aprendizaje.

Y aunque, de veras, me resulta complicado; trataré aquí, en breve espacio, de darles algunas pistas.

1. Un murciélago existe mucho antes de ser visto. Y su existencia objetiva no tiene nada que ver con su existencia dentro de «mi» pensamiento. Son dos existencias diferentes. En una, son animalillos familiares viviendo un extraño destino, en otra, son monstruos feroces devoradores de nuestro fluido vital. Lo único que los une es su nombre y su apariencia.

2. Tampoco es igual la existencia de mi madre antes de fallecer y la que se prolongó en mi mente después. Y aunque, del mismo modo, comparten nombre y apariencia, la mamá que yo conocí y la que quedó en mi tras ella marchar, en nada se parecían.

3. El día en que me llevaron de excursión fue, para mí, el día en que me inicié en las Cuatro Verdades del Universo. Cuatro verdades de las que, la primera, se me reveló, por fin, después de cuatro agónicas horas de vacío existencial muchos años después.

Una «iniciación» es exactamente lo que su nombre describe: una chispa, un impulso, una sencilla sensación, que genera con el tiempo una estructura de creencias sobre el mundo.

Desde mi encuentro con aquellos animalillos, se produjo en mi una quiebra espacio-temporal que cambió el curso de mi vida. Y todo porque mi padre, un buen día, me dijo que mi madre los temía.

Fue, cuatro horas antes de aquella media noche, cuando esa quiebra cobró todo su sentido. Comenzó al darme cuenta de que el recuerdo de mi madre era irreal: un espejo reflejado en un montón de proyecciones, cada una de las cuales se asemejaba levemente a sí misma, hasta crear una sucesión de imágenes aparentemente iguales a su objeto. Sí, todos los recuerdos de mi mamá habían sido teñidos de un color, un color creado desde mi mundo, aparentemente acorde con la realidad objetiva y que, sin embargo, nada tenía que ver con ella.

Mi madre, desde el amor que desde niña le profesé, se me antojaba como una especie de semidiosa, llena de fe, belleza, optimismo y humor. Y esa imagen se creó en mi mente el día que descubrí también mi amor por aquellos animalillos. Transformando mi percepción de ellos, logré igualmente transformar todas las formas de miedo de mi progenitora.

Muchos años después, paseando por Madrid, encontré un precioso muñeco de peluche con forma de simpático murciélago y, rauda y veloz, lo adquirí para regalarlo a mi hija por su cumpleaños.

El primer contacto que ella tuvo con nuestros protagonistas nada tuvo que ver con el de su madre y tampoco con el desconocido origen del miedo de su ancestra. Y, del mismo modo, quien en realidad fue su abuela, nada tuvo que ver con los cuentos que a mi hija le conté sobre ella.

Sólo después de aquella noche, todo volvió a su lugar. Durante cuatro horas se aparecieron en mi mente incontables recuerdos de lo vivido. Y, entre todos ellos, descubrí un instante real que me conmovió el alma y estremeció todo mi cuerpo: ¡mi madre había muerto de miedo! Sin conocer el porqué, pude comprender que fue su propio miedo a morir el que acabó con su vida. Y, a la par que esta impresión se hacía cada vez más evidente para mi, pude ver a mi hija construyendo su mundo feliz.

Lo que se me reveló en el peregrino encuentro iniciático de la fría y oscura cueva, fue que Apariencia y Realidad son lo mismo teñido de diferente color, y que el color lo pone la emoción. A mi me salvó mi curiosidad o, quizás, el azaroso hecho de que sorteara con alegría lo que podía haber sido una constatación del miedo heredado. O, quizás, que fue mi padre, y no mi madre, quien me lo contó.

Ahora sé que será también mi hija quien decida cómo vivir y que lo hará en función de la emoción contenida en su corazón. Y que cuando me toque morir será sencillamente una decisión acorde al cuento que yo misma inventé para mi vida.

La primera revelación dice: Tú Creas Tu Propio Mundo. Me encantará contarte la segunda otro día.


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