- Lunes, día de demonios en Madrid. Mi cabeza pedía aire y el Parque del Retiro estaba allí, cerca. Necesitaba pasear en el mejor momento del día: la hora de las brujas, esa hora en la que se confunde el día con la noche. La luz hacía percibir las cosas de una manera difusa, relajante.
- Tarde otoñal. Hojas de distintos colores en las copas de los árboles…amarillo pálido, verde rojizo y marrón marchito. Andaba dejándome llevar, mente en blanco, pisando la hojarasca y buscando un banco donde sentarme. En el lago había uno libre, justo enfrente de otro banco en el que dos personas dialogaban con cierto entusiasmo. Se notaba que llevaban un buen rato hablando. No les presté mucha atención, no era el día para sociabilizar y me limité a escuchar sin más. Poco a poco la conversación que tenían me empezó a interesar, y casi sin quererlo me vi envuelto en ella como si fuera un oyente privilegiado.
- Esto es lo poco que puedo recordar de ese diálogo:
- – …..no estoy de acuerdo.
- – ¿Por qué? Sabes de sobra que siempre he tenido esa máxima: prohibido prohibir.
- – Ya, un pensamiento muy budista…pero no lo comparto. Hay cosas que no se pueden permitir, que el sentido común hace que no se deban tolerar.
- – ¿Y cuál es el sentido común? Quizás tu sentido común es diferente al mío. Quizás lo que a ti te parece aborrecible para otra persona es perfectamente defendible…
- – Te entiendo. Es difícil determinar, cierto. No es fácil saber dónde está la verdad absoluta, si es que existe. Lo que deberíamos hacer es preguntarnos cómo llegar a esa verdad. Aunque sea simplemente por descarte. Todos tenemos claro que hay cosas que están mal, todos tenemos un límite ético, la palabra ética existe por algo. Si empiezas por delimitar un nivel obvio o básico de determinados comportamientos intolerables, te darás cuenta que tú mismo tienes cierto nivel de prohibición.
- – También te entiendo. ¿Por descarte? Eso lo entiendo menos, me recuerda a uno de esos pensamientos filosóficos a los que sueles hacer referencia….
- – Digamos que es básicamente lo que defiende Popper y su falsacionismo: o como reconocer un hecho verdadero simplemente negando otras opciones. Una especie de carrera de obstáculos hacia la verdad. Popper es uno de tantos filósofos que no se conformaba con las respuestas. O mejor dicho, no le interesaban especialmente.
- – Ya estás con tu filosofía…
- – Bueno, en este caso la defino como “filosofía aplicada”. Como las matemáticas, aunque éstas se consideran “ciencia exacta”, y afortunadamente la filosofía no lo es.
- – Me gusta oírte hablar sobre la filosofía. Te hace parecer un erudito.
- – Te equivocas. Cualquiera puede ser filósofo sin necesidad de haber leído a los grandes filósofos clásicos. Sin ni siquiera saber leer. Tan solo hace falta hacerse preguntas.
- – ¿Preguntas? ¿Con qué objeto?
- – No importan tanto las respuestas. Importan mil veces más las preguntas. Cada persona puede tener su propia respuesta. La verdad no es una ciencia exacta, la filosofía te pone los medios para buscarla, en una carrera que no debe terminar nunca. Esa es la clave. No pensar que existe una verdad universal, pues no la hay. Pero tratar de buscarla, de indagar, de reflexionar y pensar, es la única manera de llegar a alcanzar la sabiduría. Preguntas, no respuestas.
- – ¿Y para qué sirve hacerse preguntas?
- – Para mucho más de lo que te crees. Sirve para cuestionarse las cosas, para comprender, para no conformarse e incluso para no aceptar las injusticias. Es otro ejemplo de “filosofía aplicada”, las personas son más manejables cuantas menos preguntas se hagan.
- – ¿Pan y circo?
- – Por ejemplo. Quizá por eso se le quiere quitar importancia a la filosofía: cuanto menos piensen las masas, más fácil es domesticarlas.
- – Te tengo que dar la razón. Cogito ergo sum.
- – Has acertado con la frase, has entendido lo que quería decir. Te prohíbo que me vuelvas a entender….
- – Jajaja. Anda, vámonos ya que se hace tarde y van a cerrar el parque.
- – Sí, que parece que estemos esperando a Godot.
- – ¿A quién? ¿Otro filósofo?
- – Pues quizás lo era también…
Desgraciadamente, ahí terminó la conversación. Me levanté hacia casa, contento, aunque arrepentido de no haberme sentado antes a descansar junto al lago. Casi saliendo del parque, en otro banco dos personas discutían acaloradamente. Hablaban de fútbol.
Ya era de noche. La hora de las brujas había pasado, y lo primero que hice en casa fue mirar quién era ese tal Godot.
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