Lo que le hizo tomar la decisión de volver fue sin duda el ruido. La necedad humana se reflejaba en las risas falsas y los gritos guturales de aquella manada, que acataba los cánones de la sociedad como corderitos del rebaño, a base de peinados, trapos y músculos. Fin de fiesta.
El sol peleaba tímidamente contra el otoño, sus rayos empujaban el horizonte tratando de romper con escasa fuerza la humedad y el frío.
Caminaba despacio, como si cada paso borrara lo acontecido. La resaca se manifestaba en forma de guirnalda, pisoteada sobre la acera, sucia y rota
Las puertas de supermercado que había junto a su casa se abrieron. Como si del canto de un gallo se tratara, una sintonía anunciaba un nuevo día de comercio, tal vez para que no olvidaran que eran esclavos suyos, recordando a la gente la obligación de la cita para obtener el sustento diario.
El también pertenecía a los encadenados a ese tipo de vida «fácil», a la que poco a poco se había habituado, cayendo en ella como una mosca en la tela de araña.
Depositó el primer producto de comida rápida en la cesta, mirando hacia otra estantería. Trataba de ignorar así el listado de aditivos cancerígenos, escrito en la etiqueta del alimento. Acudía a su mente el programa de radio que informaba sobre la comida caducada, narrando el proceso sobre como se transformaba en piensos para alimentación de animales y productos cosméticos.
Gritaba para sus adentros sobre la estupidez de la raza humana, la única especie que se pasaba la vida estudiando resolver los problemas, que ellos mismos creaban al contaminar el agua y los alimentos. Se preguntaba la causa de la extrañeza de la gente ante los cientos de enfermedades raras, cuando arrastraban la causa en un carrito. Lo más tonto del caso, era ver como jugaban con el precio de los productos, controlando a la población como palomas que comen en la palma de la mano de gobiernos y poderosos. Aun así, las personas derrochaban en las fechas indicadas, tal y como ordenaban los carteles publicitarios, omitiendo como invidentes sociales, la cruda verdad que florecía tal maligno tumor tan solo unos días después, todo ello sumado al baile trampa de la tecnología y electrónica, en la que se veía atrapada la mayoría y de la ya no escapaban en su vida.
La gente se agolpaba, se rozaba, chocaba y esperaba en largas colas en un puro estado de nervios colectivos, aderezado todo por unas prisas inexistentes y caras desesperadas. Todo cambiaba cuando veían as su vecino de finca, entonces aparecían las risas, abrazos y largas conversaciones familiares, a pesar de que apenas se saludaban en el portal y se criticaban con odio y envidia con el resto e habitantes de los inmuebles cercanos. No entendía porque las personas combatían su soledad buscando el gentío, omitiendo los empujones drogada, como si el roce fuera su opio ante el olvido.
Lo más triste era ver como sacaban sus vehículos de los garajes a dos manzanas de la tienda, esperando con el motor en marcha media hora si hacía falta, hasta que les alzaban la barrera tal banderín de salida de una carrera ilógica para realizar su compra.
El que no tenía este tipo de problemas era el mendigo que imploraba caridad en la puerta con un vaso de plástico, el material con el que contaminamos el planeta. Él lo tenía claro. Había cruzado un desierto y un mar para darse de bruces con la realidad, el paraíso no era el soñado, sus sueños se escurrían en sus manos como arena de playa entre los dedos, igual que se esfumó el piso y el paro de sus compañeros nativos de pobreza nacional. Y es que lo único que no tenía nacionalidad, ni clase, ni papeles, era la igualdad en la ruina.
Bendita soledad. Cuando llegó a su casa, adoraba el silencio, las sombras se tornaban en compañeras aliadas, bailaban al ritmo que sus ideas mejoraban, ordenando su cabeza y bloqueando las estupideces diarias.
La realidad grabada en su cerebro durante todo el día, cruel, rutinaria, o tal vez las dos cosas, estaba forjada por una mirada ajena o el despertar a la cruel realidad.
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