Otro día más. Suena el despertador. Ese horrible sonido familiar que vaticina la misma rutina de siempre. Abro los ojos con cansancio. Subir los párpados se me presenta como un verdadero reto. Me dirijo al baño con dolor de cabeza de no haber dormido lo suficiente. Me ducho con agua fría. Me pongo el uniforme. Tomo los mismos cereales de siempre y salgo a la calle a coger el coche. Todos los días hay caravana. Demasiados ruidos para llevar despierto apenas una hora. Después de una lucha de cláxones e intercambio de insultos, llego a mi lugar de trabajo. Mi labor consiste en poner la tapa y la etiqueta a frascos de comida precocinada. Mi trabajo es tan mecánico que no tengo que pensar en nada. Quizá es lo más parecido a una clase de yoga que haya realizado en mi vida. Llega el frasco, pongo la tapa, adhiero la etiqueta y acto seguido llega otro frasco con el que realizar el mismo procedimiento. Así durante 10 largas horas, con un descanso de quince minutos para comer.
En mi cadena de trabajo somos 11 personas. No conozco a ninguno de ellos, a pesar de llevar 35 años compartiendo el mismo puesto. Para qué. Seguramente sus vidas resulten igual de tristes y aburridas que la mía. Termino de comer y vuelvo a mi puesto de trabajo. Cuando la rutina ha acabado, recojo mi abrigo, sin mediar palabra con nadie y me dirijo a mi coche.
De nuevo, caravana. De camino a casa, dejo atrás la fábrica y las largas chimeneas de cemento que tiñen de gris el cielo que un día fue azul. En la radio hablan sobre los hitos del ministro de sanidad. Sin embargo, los efectos de la polución sobre nuestras cabezas se hacían cada año más evidentes. Cuatro personas en mi bloque de pisos tenían cáncer de pulmón.
Llego a casa y lo único que me recibe es el silencio. Abro la nevera, caliento algo y pongo la televisión. Un día más. No recuerdo la última vez que mi vida fue diferente. Me dirijo a mi cuarto. Me pongo el pijama. Me meto en la cama, cierro los ojos y espero a que llegue mañana. Un mañana que será una copia exacta de hoy.
Por mucho que buceases en mi biografía, en mi mente, en mis pensamientos, no encontrarías nada nuevo que no te haya contado en estas líneas. Esta secuencia de acontecimientos resume prácticamente mi vida durante los 83 años que he vivido. ¿Vivido? Dicen que la vida es un regalo y, sin embargo, por mucho que observo la mía soy incapaz de encontrarle el significado a esa frase.
Llegado a la vejez, un día una voz me susurró. No sé de dónde vino, si dentro o fuera de mí, pero después de tantos años ya daba igual. Me dijo que era el momento de que supiese algo. Un secreto. Un secreto que siempre estuvo ahí, pero que no había logrado ver mientras viví.
Recuerdo caminar por un túnel de luz cegadora cuando me lo contó. Cuando me habló del “eterno retorno” de todas las cosas. Me dijo que, si bien las estaciones del año son cíclicas, lo son en un sentido muy vago de la palabra, puesto que a cada invierno le llega una nueva primavera, provista de una infinidad de cosas distintas a la anterior. En realidad, cíclico significa el retorno de lo idéntico, como una cinta que se retuerce sobre sí misma y llegar al final es llegar a su principio. Fue entonces cuando me dijo que la historia del universo era cíclica, que una vez empezó, se desplegó y llegó a su fin, volvió a comenzar, tal y como lo hizo la primera vez. Sin cambiar en ella ni un ápice respecto a la infinidad de veces que se había desplegado ya. Que no había lugar alguno para la modificación de nada en toda la historia del universo.
Fue entonces cuando caí en la cuenta de que, si todo se repetía, esa conversación ya la tenía que haber tenido antes, con esas mismas palabras, en ese mismo lugar, con esa misma voz. Que, de hecho, ese pensamiento que estaba teniendo ya lo había tenido muchas veces y que lo tendría más adelante. Durante toda la eternidad. Y que lo siguiente que pasase fue ya pasado. Que el futuro es pasado y el pasado volvería a ser futuro. Fue entonces cuando me sobrevino un golpe, tan profundo e hiriente, que ningún dolor corporal hubiese sido tan desgarrador. Sólo los dolores del alma son así de intensos. Fue cuando me di cuenta de que, si volviese a nacer (que lo haría) volvería a vivir mi vida, una vida aburrida y monótona por toda la eternidad, sin espacio para el cambio.
Me estaba ahogando, pero no era aire lo que le faltaban a mis pulmones, sino vida a mi espíritu. Quise llorar, pero no había lagrimas para tanto sufrimiento. Deseé entonces haber vivido otra vida. No haber hecho de mi vida un bote a la deriva, abandonado al curso de los acontecimientos que se me iban presentando; sino haber sido el rio que la dirige y diseña. Deseé haber conocido el mundo entero, desde las montañas más altas hasta los bosques más recónditos, habiendo cruzado océanos y dunas. Haber conocido mil lugares y mil gentes. Haber sido una continua transformación, un continuo cambio. Haber dormido bajo el manto estrellado y haber bailado bajo la lluvia. Haber vivido y reído tanto que me hubiesen tachado de loco. Haber sido mil personas distintas en una sola vida. Haber agotado el infinito abanico de posibilidades que había tenido en todo momento en la palma de mi mano, esperando a que le diese vida.
Y de repente, cuando el dolor era tan insoportable que mi mente no podía soportarlo más, desperté. Estaba tumbado, en mi cama. Era ese horrible sonido familiar que vaticinaba la misma rutina de siempre. Sin embargo, mi vida estaba a punto de cambiar.
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