En un viaje solitario, volando espectante sobre una vieja y conocida rivera, a velocidad uniforme, constante sobre montes y taperas. Un poco desorientado y con rumbo incierto, desconocido. Así fui planeando, dibujando los senderos, caminitos, de curvas caprichosas en una tarde gélida y gris, silenciosa, sombría, contemplando el escenario cotidiano, rutinario, de mi realidad vacía.
Como el carancho que vigila a su agonizante presa, con mirada tajante, esperando su muerte, con paciencia macabra, cínica. Y su condenado advirtiéndolo todo y sin poder escapar a tan cruel destino, sufre por adelantado con el cuerpo entumecido. Así, así de cruel también es el viento helado volando a 1600 metros, te surca el rostro, te penetra como un zumbido afilado en los oídos, te cincela hasta el cerebro, congela tus pupilas, te anula los sentidos.
A mi alrededor, explosiones de pájaros estallan hacia el cielo, se dispersan y esparcen rápidamente por montes estrechos y por monótonos sembradíos teñidos, de un verde virtual. Escapando alocados en una estampida, desorientada y sin sentido. La causa aparente, maquinarias pesadas que invaden el campo, llevando los frutos, el esfuerzo y la esperanza a otras tierra lejanas, a otros mundos, a otros cielos.
El viento y el hambre se apoderan de todos y solo en nuestras mentes trastornadas sostenemos recuerdos y anhelos de años de abundancia y de primaveras preñadas con praderas eternas y montes nativos, que no volverán. Y en esta tierra, reseca y estéril sigo siendo un ingenuo, un ave más, surcando los cielos, que creyó que por tener alas y volar era dueño de su historia y de su libertad. Pero el hambre es real y la muerte, de verdad letal.
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