Lo que sucede es lo siguiente. Antes de explicarlo, necesito dejar constancia de que no estoy excusándome, aunque lo parezca. Sólo lo estoy escribiendo porque necesito sacarlo de mí, nada más. Lo que ocurre es que mientras iba hoy apretada en el bus, y luego apretada en el metro, transpirando bajo las cuatro capas de ropa que me puse en la mañana, intenté retomar la historia que eliminé hace unos meses de mi computador. Pensé: es un buen relato y quizás pueda publicarlo. Se llamaba “Bodegón”.
No lo eliminé en un ataque artístico, de esos que te agarran y te destruyen diciéndote al oído que tu trabajo es una basura. No, no, ojalá. Ese era un cuento que me gustaba, por fin, y que sin querer, intentando guardar mis archivos en mi nuevo computador, desapareció. Así, sin más. Apreté todas las teclas que pude y no sirvió. Luego, me quedé perpleja durante una hora frente a la pantalla, pero tampoco funcionó.
Llevo semanas queriendo recuperarlo, intentando acordarme de qué se trataba, pero mi memoria está frágil, o tengo demasiado revoloteando en mi cabeza. Actualmente tengo tres trabajos y con eso logro pagar mis cuentas. Bueno, también me compré un computador nuevo. Pero no me queda casi tiempo; tiempo para leer, para escribir, para conservar mis amistades. Para pensar. Eso es lo menos alcanzo a hacer, porque voy todo el camino, de un lado a otro, enfurecida con quienes me empujan o desesperada en el vagón del tren, tratando de alcanzar mi propio cuerpo para quitarme el maldito abrigo. Y cuando ya llego a la oficina de la mañana, o a la oficina de la tarde, solo quiero tomarme un té y leer el periódico. O cuando llego a casa, dormir.
Sé que parece que he perdido el hilo, pero hago lo que puedo. Mi cuento “Bodegón” trataba principalmente de las flores secas. De esas rosas rojas que te regalan y que luego de unas semanas cuelgas boca abajo, hasta que sus hojas se endurecen tomando un color profundo y oscuro, casi tétrico. Era una historia en que intentaba descifrar por qué me gusta tanto la naturaleza muerta, incluso más que la viva. O bueno, eso es lo que sentía mi personaje. Creo que ella estaba algo deprimida; se sentaba horas a mirar sus flores muertas, como le decía su novio, y ella lo corregía: ¡secas! No muertas…
Pienso que escribir es una forma de conocerse, de indagar en uno mismo. Desde pequeña siempre llevé diarios personales en los que escribía cada día lo que me pasaba, lo que sentía, lo que veía. Pero ahora, corriendo de un lado a otro, ya nunca escribo. Ni de mí, ni de otros. Tampoco pienso en mí, ni en otros.
Creo que me siento como ella, como mi personaje inconcluso, que duerme hoy en alguna papelera virtual. Me paso horas mirando naturaleza muerta y no me queda tiempo para meditar. Pensar a dónde quiero ir o cómo quiero vivir. Nada de eso; solo veo caras muertas (y algunas también secas), que van de un lado a otro, frenéticas, haciendo y deshaciendo. A veces culpo al sistema económico. Otras veces, a las redes sociales. Al frío. Pero en el fondo es el drama humano. La vida se impone; casi siempre coincide que aquellos atrapados en la rutina, esa que engulle las inquietudes sociales, artísticas, humanas, son quienes podrían cambiarlo todo. Como mi personaje. Yo quería que fuera una gran persona y estaba segura de que hubiese podido sacarla de su ensimismamiento, pero no alcancé.
En todo caso, ella ya no existe y lo que me trae aquí es simplemente la rabia que me produce haber borrado mi cuento. Qué bruta soy. Mi personaje ni siquiera alcanzó a tener un nombre, pobrecita. Era mujer, eso lo sé. Pero aún no sabía en qué trabajaba ni cuáles eran sus problemas. Ese novio que aparecía, aún no sabía de qué iba. ¿La quería realmente? Seguro que no y por eso ella se quedaba tantas horas frente a sus flores secas, en vez de ir a abrazarlo. A veces siento que no logro hacer felices a mis personajes. Los hago miserables y desdichados. Quizás ella tuvo suerte de haberse perdido en un archivo lejano.
No sé si lo que digo tiene algún sentido, pero me gustaría poder tener un momento en el día, no solo en el reloj, para poder pensarme. Sentir que la vida es mía y no de otros. Justo lo contrario a como lo siento ahora, percibiendo la energía de mi jefe acercarse hacia mi oficina. Taconazos en sonido ascendente. Me recorre un escalofrío, no de miedo, sino de pereza. Supongo que este tampoco era el minuto apropiado para pensar en flores secas y en la felicidad.
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