Era exquisito el esmero con el que don Braulio cogía la servilleta, para limpiarse la diminuta babilla que su labio inferior dejaba asomar, capricho éste procedente de la vieja flacidez de su piel. Le quedaba poco tiempo de vida, de ahí que, los antojos que su cuerpo demandaba, la naturaleza, sabia, siempre consentía sin pedirle permiso alguno a su voluntad. Bastante tenía él ya ocupando su tiempo y su mente, con el ir y venir de las ideas que un hombre baraja, cuando conoce que la finitud del vaho que entra y sale por su boca está próxima, o que la cordura de sus pensamientos, en cualquier momento desaparece…
Pero contra cualquier pronóstico que el sentido común de los mortales hubiera dictado, don Braulio no estaba angustiado, ni desesperado, ni tenía el más mínimo resquicio de miedo. Expectación… Sí… Expectación era la palabra que mejor definía su estado de ánimo. Y pulcritud, claro está.
Ay!!! Qué pena que las definitivas vivencias de las personas, esto es, el flujo de reflexiones que se van sucediendo en la cabeza de uno, cuando se mira de frente y con dignidad el destino final, el que la muerte depara, no sean recogidas por nadie ni impresas en papel alguno… ¿Acaso no son los últimos minutos, los últimos segundos, los últimos momentos más intensos de la vida?… ¿O quizá deba ser así? ¿Quizá la máxima lucidez que todo ser humano alcanza en sus más tenues pulsaciones, deba permanecer íntima, oculta, porque si no, serian demasiados los secretos desvelados sobre la belleza del fin de la existencia?
En cualquier caso, don Braulio continuaba atento, con un brillo especial en sus ojillos negros que sólo habían conocido muchos años atrás quienes le trataron, tan antiguo y tan viejo que sus testigos más directos desaparecieron todos para no traicionar el sensacional descubrimiento… Idéntico resplandor en su retina que cuando era niño y abría los párpados de par en par para sorprenderse con las primeras rosas, o con el olor a hierba tierna de los campos, o con el llamativo revuelo de las mariposas. Era un fulgor no obstante paradójico, longevo pero nuevo, arcaico aunque incipiente, porque la edad y los años lo tenían ya tan arrinconado, que él mismo creyó siempre que nunca había existido esa luminosidad en su mirada. Se equivocaba. Simplemente la olvidó…
Había ocasiones, las menos, cuando el dolor arreciaba, cuando los calmantes perdían efectividad por su uso reincidente, en las que de las diminutas aceitunas negras de su cara, se escurrían unas gotas de aceite, como si alguien las estrujara sin querer o por accidente, en cualquier caso, sin ninguna intención, porque eran unas lágrimas tan infantiles, que cuando la enfermera con hábito se percataba de su existencia y se acercaba hasta el anciano para acariciar con ternura su cara, don Braulio perdía la memoria y cesaba en su tenue llanto, la inocencia le confundía y pensaba que no era sino la mano de su madre la que le protegía, y entonces, la confianza volvía a instaurarse en su rostro y al amparo del calor del roce, volvía a quedarse dormido entre nubes de algodón…
Aquel día despertó muy temprano por la mañana. Era extraño pero no sentía malestar alguno. Sonrió cuando un cierto presentimiento le recorrió de arriba abajo, anunciando la inminencia del desenlace. Después acurrucó bajo el sol su piel amarillenta, qué curioso…
¿Ictericia del bebé quizás?…
Llegó la hora de la primera toma. Mezcla de yogur y fruta a través de una enorme jeringa. Como siempre tuvo problemas para echar el aire mientras notaba ligeras punzadas en su vientre. Él se encogía adoptando la figura de una ranita, un hecho sin importancia…
Cólicos del lactante, posiblemente…
Volvió a quedarse con la satisfacción que sólo la soledad escogida da. Entornó los ojos y apenas se percató de que llamaron con premura al doctor. Él sólo oía murmullos, sonidos lejanos…
¡Ay!… ¡Me duele! ¡Madre que me he caído! ¿Madre dónde está usted?– Y es que don Braulio estaba volviendo a sus vivencias de niño, fue aquella vez cuando rodó por la escalera de la casona.
Don Braulio nunca había sido un hombre demasiado religioso. Humano sí. Por eso, en el trance de aquel letargo inesperado por el que estaba pasando, se descubrió de pronto hablando no sabía muy bien con quién. No sabía si estaba despierto o dormido, no sabía si era sueño o realidad lo que vivía, ni siquiera si su interlocutor era él mismo, o su conciencia, u otro ser quizá desconocido aunque familiar, porque la sensación era la misma que cuando en sus buenos años veía amanecer, o meterse al sol, algo así como una gran plenitud interior que te hincha y te hincha tanto el corazón, que parece que te va a explotar de un momento a otro de puro deleite…
No obstante, volvió de sopetón la consciencia. Y el techo de aquella fría sala de hospital. ¡Ahhh! ¡Qué sensación tan fastidiosa! Con lo bien que estaba él en aquella nebulosa tan magnífica…
Transcurrió un buen rato hasta que un movimiento repetitivo y monótono llamó la atención de los que allí estaban. El viejo subía y bajaba la boca con los labios apretados…
No era más que un chupete lo que su mente movía.
Luego, empezó a emitir sonidos endebles…
¡Está agonizando! – dijeron – pero se equivocaban.
Eran simples balbuceos…
-Acaba de fallecer – afirmaron cerrándole los ojos al bebé añejo.
-Acaba de nacer – gritó una matrona muy lejos de allí.
En fin…
Cosas tan íntimas tan íntimas y tan dichosas tan dichosas…
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