¿Fobia? ¿yo?
Empecemos por aclarar el término.
Según reza en el diccionario, fobia es un “temor intenso e irracional, de carácter enfermizo, hacia una persona, una cosa o una situación”, o también “odio o antipatía intensos por alguien o algo”.
Bien. Hay dos opciones para tenerla: o temo a alguien (o a algo), o le tengo un odio o antipatía sin igual. Les pondré en situación y juzguen ustedes.
Mi vecino es el típico que mira de arriba abajo cuando uno se cruza con él. Debe poner en conocimiento de todos que hago o dejo de hacer tal o cual cosa. Y seguro que critica mis acciones desde el punto de vista más subjetivo que pueda adoptarse por lo que, en base a ello, todas son punibles. A veces me planteo tomar una iniciativa en función del resultado que pueda obtener y, por tanto, qué comentarios y valoraciones pueda hacer de mí. En ese sentido, tendría temor. No obstante, mi determinación me obliga a realizar la acción, o no, sin miramientos, lo que desmonta el miedo enfermizo; aunque tampoco es menos cierto que, precisamente por esa actitud, mi consideración hacia él roza más bien el odio.
Siguiendo el planteamiento cartesiano de dudar de todo, lo primero que tendría que hacer sería cuestionar si tal comportamiento tiene lugar, para asegurar que por ello está justificada mi actitud hacia él. Porque, al igual que pensaba Descartes, un genio maligno puede estar haciéndome creer tal cosa sin llegar a ser cierta. Pero a este ser, me refiero al genio, lo conozco desde que tengo uso de razón y sé que no me engaña. Por tanto, la forma de actuar del vecino debo considerarla cierta.
Y, de cara a la segunda alternativa, si mi actitud ante él fuera de odio ¿por qué motivo, entonces, lo saludo cordialmente? No, está claro que no lo odio. Solo me resulta algo antipático, pero no en el grado de intensidad que define el término fobia. Si esto fuera cierto, cosa que pongo en duda siguiendo el antedicho planteamiento, no tendría sentido que hubiera acudido a una reputada tienda de armamento militar, entretenido por más de media hora al sufrido dependiente para que me muestre todos los artículos y, finalmente, marcharme con un paquete bajo el brazo. El genio maligno no me ha propuesto que haga tal cosa, de eso puedo estar seguro.
Entonces, si descartamos el odio acérrimo y aún así se sigue pensando en la existencia de la fobia, de la que el genio no puede engañarme, no cabe otra cosa por concluir que poseo un temor intenso e irracional hacia él. Tal vez por eso haya decidido armarme, conociendo de antemano que el individuo es incapaz de matar una mosca. O eso me hace pensar el genio. No lo creeré, por el momento.
Quizás ahora, por ese motivo, estoy aquí esperando a que llegue, en el rellano de la escalera que necesariamente él debe tomar, ya que vive en un primer piso y renuncia coger el ascensor. Me siento en el frío escalón, sin consideraciones a lo que me pueda estar diciendo mi genio interior. Permanezco ahí sentado bastante tiempo. Otros vecinos me han mirado interrogantes, pero no han lanzado ni una pregunta al por qué de mi espera o si he perdido las llaves. Se han limitado a saludar, o no, y continuar su camino.
Finalmente ha aparecido mi vecino, con una sonrisa en su rostro por todo saludo. No me tomo la molestia de contestar ni devolviendo ese sencillo gesto. Deshago el paquete ante su atenta mirada, como si fuera un regalo que pretendo hacerle en reconocimiento de algún detalle que desconoce. Ante sus aterrorizados ojos aparece el arma blanca, brillante, nueva. He de reconocer que es preciosa, pero no la voy a utilizar en mi faceta de cazador, por el momento.
El vecino se queda paralizado ante la visión del objeto. “No pensará usted… aquí” dice tartamudeando, con un terror palpable, su cara pálida, sus piernas temblando perceptiblemente por el leve movimiento de las perneras del pantalón. Cojo el cuchillo, me pongo en pie y me dirijo hacia él. Debo actuar rápido ya que cualquier vecino puede entrar o salir de un momento a otro. El individuo no se mueve. Tan solo levanta los brazos en ademán de que detenga mi acción, pero como he dicho antes, mi determinación es férrea. Me coloco detrás de él y pongo el cuchillo en su garganta. Sus esfínteres no le obedecen y un pequeño charco se forma a sus pies. Es todo mío. Ahora tengo que decidir si atiendo las indicaciones del genio interior, el cual tampoco termina de aclararse, también le han asaltado las dudas y me agobia en sus contradicciones.
“Por favor, no lo haga” me implora. Yo sigo escuchando las elucubraciones de mi genio, que se debate en un cúmulo de interrogantes y respuestas. Un asesinato en el zaguán, que queda parcialmente oculto a la vista de la calle, dejaría a la policía sin prueba alguna del homicida. Ahora me siento con total libertad para hacer lo que solo yo decida.
“¿Le gustó mi cuchillo?”, termino diciéndole.
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