Aterricé renqueante en el que ahora es mi barrio, con el cuerpo y el alma, heridos. Con esclerosis múltiple y jubilada por incapacidad en plena madurez, llegué a mi nueva casa, y fui conociendo a mis vecinos, entre ellos a Esperanza. 

El barrio, construido en los años setenta tenía una población envejecida y, por ende, mi bloque también. El edificio tenía delante, a ambos lados de la puerta, un pequeño jardín bordeado por arbustos no siempre bien recortados que acompañaban el camino de acceso al portal.

Justo ahí, fue donde conocí a Esperanza. Agachada, detrás del arbusto, daba de comer a un gato que recientemente se había instalado en el jardincillo.

– Buenos días, le dije.

– Buenos días, estoy aquí dándole unos cheches a este remolón. Mira que guapo es, ¡y cómo me quiere! contestó sin siquiera mirarme.

Esperanza tiene 78 años. Pequeña y de apariencia frágil, siempre sale a la callebien vestida y arreglada. Desde hace unos años se le ha ido encorvando la espalda hasta llegar a formar un ángulo de noventa grados con las piernas. Debe ser por los golpes que llevo en el cuerpo, dice riendo entre dientes. Camina ayudándose de un bastón y en la otra mano, como adherida a la piel, lleva una pequeña bolsa de papel que utiliza como bolso, donde guarda el monedero y los documentos.

Piensa en pesetas y para traducirlo a euros utiliza el color de los billetes.

– Son 30 euros Esperanza.

– Pues eso, cinco mil pesetas, toma uno azul y uno marrón.

Vive sola y le gusta andar paseando por la calle; siempre encuentra algo que hacer.

– ¿De dónde vienes Esperanza?

– He ido a Carabanchel alto que hay una pastelería que tiene unos bollos muy ricos.

– ¡Hasta allí has ido!

 Mientras Esperanza hacía aquellos alardes de vitalidad, yo como el gato del jardín, me lamía las heridas encerrada en casa.

Pero el tiempo no cura, el tiempo produce llagas. Y en mi deambular por los senderos domésticos me encontré en un espejo con una desconocida. Sucia, desgreñada, con el mentón hundido en el pecho y los hombros caídos como buscando la postura de Esperanza, los ojos llenos de dolor y una expresión cercana a la muerte. ¿Esa era yo?

Aquella visión fue una buena medicina, un revulsivo. Siempre me había gustado nadar; aquel día cogí mi bolsa de deporte y erguida, me fui a la piscina. Y allí, flotando, sin dolor, sin fatiga, recordé quien era yo. Recordé que yo era, como Esperanza.

Empecé a vivir el barrio, y a vivir con mis vecinos. Mis compañeras de aquarruning son imparables; con los lectores y escritores de los talleres de la biblioteca comparto la principal de mis aficiones: los libros.

Sigo cansada y dolorida, pero ahora me alivia salir a la calle, pasear. Y tengo que seguir conociendo el barrio y a más vecinos aunque esa ya, será otra historia.

– Esperanza ¡espérame que ya voy!

FIN

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CALLE JOSÉ DE CADALSO, 30. MADRID

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