DEJARÁS DE SER RECUERDO

DEJARÁS DE SER RECUERDO

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Faltaba poco para que el reloj diera las cuatro de la mañana. Había pasado las últimas horas de la madrugada en medio de la bebida y el baile que acostumbraba desde aquel día de su partida. Sus ojos no alcanzaban a divisar el espectro nocturno que se observaba por esas calles angostas, agrietadas por la erosión de la tierra, marcadas con el espíritu juvenil que arriesga su vida por salvar su libertad, imprimiendo, como sello indeleble, las figuras que brotan del aerosol y que dejan en su paso el aliento vago de la Soledad. Mientras caminaba las campanas repicaron. Cuatro golpes débiles, sombríos, pero que a sus oídos fueron una querella, la más solemne que hasta entonces había podido percibir, un cortejo fúnebre de ataúdes delirantes. Sus piernas tambalearon, arrojó un escupitajo que apenas salió de su boca, sus ojos insinuaron una lágrima y su cabello revuelto se alegró ante la presencia de un viento helado que descorrió su capota. Sentía frío. Avanzó sostenido de las paredes. Su aliento ya no podía con la altura de la madrugada. Caminó sin mirar atrás, sentía como si una fuerza extraña lo debilitara sin razón aparente para no dejarlo avanzar. Así era, de sus ojos se veía brotar una lágrima. Sus mejillas eran testigo de la enredadera de muchas otras que iban dejando su huella por algún pesar aciago. Retrocedió. A lo lejos pudo ver cómo una pareja se acercaba hacia él. El alba aun no germinaba, la brisa se hacía cada vez más gélida, el corazón parecía detenérsele, la última lágrima había salido por completo y el sonido desparramado por la calle parecía perceptible. Al incorporarse pudo observar que aquella pareja acababa de pasar a su lado, ninguna mirada, a lo mejor un gesto de desaprobación habría bastado, pero no tenían, pensó, el más mínimo criterio. Era la misma hora para todos. Siguió lentamente, esta vez sujeto a las ventanas que servían de soporte a la madrugada y sus sueños de nuevo día. No habían ladrado los perros, apenas el gallo se disponía a cantar, la luna desaparecía y las pocas nubes se perdían en el olor genuino del amanecer. Nadie lo había visto, tan solo había sido un lamento mudo que tropezó una madrugada triste, un clamor silente. Era el aire del recuerdo de aquel que un día fue y que aún se resiste al nuevo amanecer.

–  Y ¿cómo lo sabes?, interrogó ella. Su rostro palideció al escuchar su propia voz.  

La pregunta retumbó en lo más profundo, a lo mejor en nuestras almas. Había estado con él, era él, tratando de verme a través de los pasos que mueren, una y otra vez, mientras su mirada contiene este sentimiento de amargura al saber que sólo viviremos en nuestros recuerdos.   

FIN

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Parque de Usaquén (calle 118, Bogotá – Colombia)

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Parque de Usaquén (calle 118, Bogotá – Colombia)

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