Primero fundaron la escuela, luego colgaron la placa: calle Escuelas. Allí estábamos en la pista deportiva, un frontón, durante el rato del recreo. Un grupo de niñas saltábamos a la comba, mi juego favorito. Primero me había tocado dar y ahora alguna me había relevado tras pedirlo insistentemente o dejar la soga tirada en el suelo.

Me apremiaban las ganas de saltar pues habíamos cambiado esos juegos por ir a la charca que había detrás del frontón. Hasta que la vieja maestra nos lo prohibiera unos días antes, entonces empezaron a acusarme de chivata. Sin embargo no debía ser difícil para un adulto darse cuenta de que estaban en la charca, y por fin todos abandonaron a las ranas.

Me disponía a saltar, pero una niña de pequeña estatura me empujó con las dos manos y se coló, con mi sorpresa las demás también, de manera que cuando me enderecé y volvía a prepararme para entrar a la comba, de nuevo la menuda se me coló. Ya no aguantaba más. Ni siquiera sé cómo lo hice. La listilla estaba tendida en la pista y yo a horcajadas encima de ella. La tenía cogida por el pelo y le golpeaba la cabeza contra el suelo. Gritaba que la dejara: por favor suéltame. Para no ser karateca no estaba nada mal, nadie se atrevió a intervenir y la tuve bloqueada hasta que juró dejarme jugar tranquila.

Después dijo que se le había perdido un pendiente con una perla por mi culpa. Todos estuvimos buscándolo. Yo sabía que se lo había guardado en un bolsillo, pero no la delaté, no era una chivata. Cuando perdimos un buen tiempo de clase sin encontrarlo, la maestra la dejó irse a su casa. No me castigó, es curioso, aunque no me hubiera importado. La había ganado por primera vez. Por partida doble.

Unos cuantos días después al salir de clase, me acorralaron en una calle estrecha un montón de niños mayores, de los que decían que era una chivata, estaban el hermano de la niña y también su primo. Me empujaban de uno a otro y me decían amenazas que no recuerdo. No me dio miedo, sólo me paralizó que algunos de esos chicos eran mis amigos, quería zafarme y alejarme de ellos.

Pero yo también tenía hermanos, y eran mayores que los de esa niña. No sé cuándo acabó la espiral. Ni cuándo comencé a alejarme de todo aquello, si alguna vez estuve cerca. Anhelo el arrojo de entonces, reaccionar así. Debería recordarlo la próxima vez que me sienta provocada. Si ahora coincidimos en el pueblo de nuestros padres, nos calibramos y con nuestra sonrisa automática decimos: parece que me alegro de verte, hasta la próxima, ojalá dentro de mucho tiempo. Convencionalismos sociales.

FIN

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CALLE ESCUELAS (COCA DE ALBA, SALAMANCA)

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