Debía tratarse de otra casualidad, pero era la tercera vez en poco tiempo que coincidíamos en un evento en una ciudad tan pequeña como Praga.
– ¿Quién le invitó a la fiesta?, pregunté a Gabriela, la anfitriona.
Pero nadie sabía cómo aquel hombre enjuto, anciano y desaguisado en el vestir había llegado allí, nadie le conocía, excepto yo. Gregor N. era mi vecino del edificio de la calle U První Baterie 11; él vivía en el semisótano y nunca habíamos cruzado un saludo en los cuatro años que yo llevaba residiendo allí. En realidad, el Señor N. era un hombre más en esa sociedad de gente de mirada esquiva y actitud indolente, fruto de las sucesivas invasiones sufridas por el país.
Al cabo de unos meses, cuando ya me había olvidado de aquella fiesta, el Señor N. inesperadamente comenzó a saludarme con un “buenos días” en perfecto español. Deduje que mi piel oscura y mi nombre en el buzón le habrían dado pistas sobre mi origen latino y no le di mayor importancia.
Un buen día, un infarto fulminante se llevó al Señor N, “sin avisar” me dijo Irena, la casera. Le encontraron en la puerta principal del edificio, caído ya casi sin vida, repitiendo una y otra vez: “mis cosas, mis cosas”. Al Señor N. no le gustaban las florituras y como buen checo, era ateo, por lo que su funeral fue breve y desangelado; únicamente asistieron dos personas: Irena y una hija, de quien sólo se sabía que vivía en Alemania. La hija, sin mucho interés, pidió a Irena que se ocupara de empaquetar las “cosas” de su padre y se las enviara. Viendo el trabajo que podía llevar limpiar la casa donde el Señor N. había vivido más de 40 años, me ofrecí a ayudarla.
Al entrar en el semisótano, las paredes oscuras por el paso del tiempo, el polvo acumulado y el olor a humedad y a tabaco negro barato casi me hicieron vomitar. Una vez superado el impacto sensorial inicial nos pusimos manos a la obra. Pronto un diccionario Checo-Español llamó mi atención, pero había demasiado trabajo allí como para detenerme en ese detalle. Autores rusos, polacos y checos se alternaban en las estanterías. Acabé de empaquetarlos y pasé a los archivadores; inmediatamente mis ojos empezaron a reconocer nombres en los separadores de un archivo: Irena K., Margarita M. y… ¡Manuel C.! ¡Yo! ¿Qué era aquello? ¿Transcripciones en perfecto español de mis conversaciones privadas? Mientras tanto, Irena desenredaba una telaraña de cables conectados a un receptor con auriculares. Cables que trepaban a los diferentes pisos a través de las tuberías.
Entonces las coincidencias tomaron forma.
Fue así como descubrimos que, a pesar de la caída del comunismo hacía más de veinte años, el Señor N. había seguido haciendo hasta su muerte lo único que sabía hacer; incapaz de vivir su propia vida, se había condenado a vivir la de los demás.
FIN
Calle “U první Baterie” – Praga (Stresovice) República Checa
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