—¡Casa, casa! ¡Salvada! ¡Estoy salvada! —gritaba Ana, al tiempo que un batiburrillo carnoso de brazos y piernas trataba de aferrarse a los barrotes. A falta de una fortaleza mínimamente elevada, —un poyete o escalón hubieran bastado—, el enrejado de la ventana de Casimira había sido el elegido. No había más que hablar: haría las veces de refugio salvador y cielo prometido. Casimira, la pobre, que se quedó muerta allí mismo, en la consulta del médico, una mañana de primavera. Los dedos de Irene apenas si habían rozado la falda de Ana. No pudo hacer más. La tela se le escapó en ondas imposibles y la tarde amenazaba con acabar trágica. Irene “se la ligaba” desde hacía ya un buen rato y el asunto no presentaba signos de mejora. La derrota continuada, ya se sabe, provoca desánimo y, el desánimo, lágrimas.
De modo que, en un momento dado y, con muy buen tino, —todo hay que decirlo—, Rosi propuso un cambio de juegos. Se trataba ahora de elevar el vuelo de la falda a la máxima altura posible. No en vano la temporada estival se había inaugurado aquella misma tarde, así, sin avisar, de manera fortuita y sin previo consenso, y las niñas lucían alegremente sus mejores galas veraniegas: blusas, faldas y vestidos de temporadas y propietarias anteriores; atuendos sin edad, en su mayoría alargados con llamativos volantes y ensanchados hábilmente con elásticos y presillas; era el caso de faldas y vestidos; y, en el caso de las blusas, tan delicada la tela, ya no me atrevo a aventurar qué suerte de hilos tendrían que haber movido aquellas madres, tías, abuelas… para lograr contener entre costuras aquellos bustos, todavía infantiles pero que, ajenos al pudor que llegaría, empezaban a mostrarse en toda su carnalidad.
Visto desde arriba, podría parecer un espectáculo de Bollywood, o un campo de flores que se abrían, incluso un baile de paraguas multicolores. Pero no, nada de aquello, solo se trataba de niñas dando vueltas y vueltas y más vueltas, una tarde soleada, en una calle de un pueblo cualquiera. Ana empezaba a sentirse mareada y paró en seco. Tuvo que aferrarse a una ventana. El espacio delante de sus ojos se volvía borroso y los elementos y personajes cotidianos iban y venían, deformados, confusos, inquietantes. Y vio, como en una ensoñación desordenada, escenas que pertenecían a aquel universo querido que era su calle: niños corriendo a la salida de la escuela, el día de su comunión, la procesión, el pasacalles… Pero ¿qué era aquello? Una comitiva oscura y abultada y, más cerca, una caja de muerto y, más cerca, su padre dentro y, más cerca, la muerte misma rozando su vestido y… —¡Casa, casa, casa!
—¡Ana, despierta, despierta! —era la voz de su marido—. Solo era una pesadilla. Tranquila. Y Ana, con la voz hueca y la mirada aterrada: —¡Casa, casa, casa! Y no pudo sentirse salvada.
CALLE FRANCISCO SEPÚLVEDA, PELEAGONZALO – ZAMORA
FIN
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