Ha pasado casi medio siglo desde que un grupo de niños de muy corta edad jugábamos en una de las calles de Cipérez, Laguna se llamaba. Disfrutábamos fabricando juguetes con lo que la naturaleza nos prestaba y nuestra creatividad conseguía enhebrar. Fidel pasa junto a nosotros; su edad nos separa casi un lustro pero intrigado por nuestras creaciones decide quedarse.

Cuando el sol del estío decide amainar velas, Fidel se sobresalta al pensar que le regañarán. Tendría que estar regando la huerta. Decidimos ayudarle. Cada uno, de los escasos metros que recorríamos para llegar a la huerta, era perseguido por la incertidumbre que, súbita, acompañaba nuestros alocados movimientos.

Al entrar en la huerta nuestros ojos al unísono, fueron dirigidos al inmenso e impresionante pozo de forma rectangular, nada habitual por aquel entonces, que como una gran torre presidía su territorio. Su brocal y profundidad asustaban. Estaba tapado con galvanizadas chapas. El sol proyectaba sobre ellas unos llamativos destellos. El más pequeño del grupo, Miguel mi hermano, se ve atraído por aquel juego de luces y colores: las pisa, salta, se hunden y… cae al pozo, produciendo en todos nosotros un indescriptible desasosiego. Mis oídos se congelan al escuchar el sonido emitido por el agua al recibir su cuerpo, y grito con todas mis fuerzas: “¡Socorro! ¡Ayuda! ¡Mi hermano se ahoga!”

Nos suceden unos segundos de horror y desesperación. Arranco a Fidel de sus petrificadas manos la soga de la errada con las que pretendía regar y les exijo que me aten que voy a bajar al pozo a salvar a mi hermano; Fidel me aparta bruscamente y dice que lo hará él. Con la cuerda le atamos, dejando un trozo libre para sujetar a mi hermano y suficiente soga para descender y nosotros poder tirar de ella. A la puerta de la huerta amarramos el otro extremo, ya que nuestras fuerzas podrían flaquear y precipitarnos todos al agua cual piedra desprendida de montaña descarnada.

Oímos los sollozos entrecortados de mi hermano. Fidel desciende. No consigue llegar hasta el pequeño que se hunde más y más. Le lanza el extremo de la soga y después de varios interminables intentos, mi hermano consigue atraparla. Fidel le arrastra. Tiritando se aferra al cuerpo de su amigo. El resto tirábamos de la soga con una fuerza descomunal e inexplicable, fruto de la necesidad y la desesperanza, que se torna en alegría al verlo fuera.

Nuestros cuerpos exhaustos se funden en un fraternal abrazo. Nos sorprende Miguel animándonos, cuando ve nuestras caras desencajadas y nuestros ojos anegados por las lágrimas.

¿Cómo contárselo a nuestros padres? La preocupación y el miedo pasan por cada una de nuestras cabezas, decidiendo guardar el secreto que inalterable ha permanecido en nuestras mentes hasta hace pocos años.

FIN

NIÑOS JUGANDO EN LA CALLE

C/ LAGUNA, CIPÉREZ (SALAMANCA)

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