La puerta más famosa del barrio, grande, madera con alto relieve, mano metálica para llamar y adentro, un patio perfectamente empedrado. Esa fue mi casa, centro de reunión muchas veces, los amigos sentados en la vereda, jugando.

No se pueden separar buenos y malos momentos, en el recuerdo todo se unifica y es una conclusión que anima la vida. Pero, el barrio se erige como identidad que fortalece… que edifica. Quién pudiera viajar en la máquina del tiempo y marcar esa fecha, tiempos duros pero aun así felices.  

Porque hoy la imagen del barrio no tiene punto de comparación con lo que fue. Cincuenta años antes, el recuerdo ve unos niños que corren con la rueda, las carreras no son interrumpidas por mucho rato. La circulación de vehículos es mínima, se puede jugar… a la pelota, a las ruedas, a san miguel, y por las noches a las escondidas. La euforia solo puede ser cortada por la hora de permiso vencida (para los obedientes temerosos del castigo), o por los gritos de un padre, madre o abuelos que reclaman obediencia y hay que suspender el juego también temerosos al castigo (el peor podía ser no obtener un nuevo permiso de salida para gozar con los amigos de barrio).

Callecitas angostas pero amplias de corazón, aquí sentimos el bullicio del carnaval, el ruido y el olor de la lluvia… y las horas de descanso, el sonido del silencio. Vivir en casas, cuando ni idea teníamos de la propiedad, vivir en casas cuando no pensábamos que la modernidad reduciría nuestro espacio, eso era vivir. Nuestra identidad es fuerte, nuestro barrio nos da respeto.

Nadie conocía de discriminaciones: salíamos a jugar blancos, cholos, chunchos, adinerados, pobres, los que usaban parches en la ropa y los que simplemente lucían los huecos, huérfanos, recogidos, entenados, niños, niñas, escolares y analfabetos. Todos ideábamos las excursiones al rio, a recoger las guindas, a comer de lo que Dios provee y era más delicioso cuando de chacra ajena resultaba.

Conocimos las profundidades físicas de nuestra calle y los sentimientos en cada época: matrimonios, nacimientos, muertes (aun de los nuestros), traslados, viajes, personas nuevas y elecciones (hasta hoy dicen democracia). Diariamente gozábamos del ritual más fabuloso: muy tempranito ir al horno a comprar el delicioso pan, pasar por la tiendita por el azúcar, luego la salida al colegio que producía un vacío especial en las calles, el retorno, almuerzo, al colegio, retorno, salida para los juegos.

Se han debilitado en la mente el llamado de las fruteras, del afilador de cuchillos, el paso del cartero, del canillita, del de los bizcochuelos y la trompetita del heladero. Dios, ¿por qué la modernidad con pretexto de mejorar la calidad de vida, elimina el amor forjado en medio de una identidad del compartir, de tener las cosas simples, de experimentar una libertad que ya es cosa del pasado?

Todo tiene su tiempo… y no sé si mi barrio es el de siempre… yo, lo veo diferente.

FIN

“LA LIBERTAD”, JAUJA – PERÚ

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