El escenario era el mismo; los mundos distintos. Su diferencia: el horario. Ambos compartían vida: una adulta, responsable, femenina: atareadas amas de casa que con celo minucioso buscaban las carnes al mejor precio; la otra infantil, con los niños ruidosos intentando compensar en un ratito su escolar encierro, llenando de algarabía el asfalto con su juego.
Así era el mercadito. Yo conocía las dos versiones. Una era de mañanas: me encantaba cuando el sol iluminaba sus cuatro frentes donde las calles, planificadas por contenidos, formaban cuadro; y donde yo, jugando una vez en el balcón les puse nombres. Y así quedaron en mi recuerdo: la calle de los Pimientos miraba a los edificios, repleta de las verduras expuestas al exterior dejaba espacio sobrante para desechos; la otra, mi preferida, la llamé la Popular: era la de comestibles, donde comprar chocolate, siendo tan imprescindible estaba enfocada al centro; la calle de Marginados, era de pescaderías y compartía, modesta, sus tres puestos con otros de salazones e incluso alguno que en nada se parecía, como la ferretería, diferente y orgullosa con su escasa clientela. Por último, la Señorial acogía el privilegio de albergar carnicerías, centradas, visibles en la distancia para poder admirar qué se compraba y quien lo hacía.
El mercado matinal tenía los puestos fijos; abrían en sus casetas ventanales de madera exhibiendo colorido que luego, ya por la tarde, dejaba aromas que en el aire nos hacía recordar los productos ya vendidos. El mercadillo, tras su limpieza, volvía a retomar el ritmo, cobrando vida sus calles de nuevo sobre las cinco, cuando acudían chavales puntuales a su cita tras las clases; a la sombra de casetas que igualan sus diferencias al ser cerradas sus tiendas, creando un sitio ideal, perfecto y cuadriculado, donde poder practicar juegos nuevos, en equipo, donde poder cambiar cromos, donde poder disfrutar utilizando su patio de formas siempre distintas, a veces de portería, otras de casa, otras lugar adecuado donde iniciarse en la bici, donde probar los patines, primero uno, despacio, no sea cosa que pierda pie, luego con ambos, cogida firme la mano amiga con que se aprende a recorrer, como volando, el patio entero del mercadillo.
Y en él yo fui, día tras día, y sin saberlo, pasando infancia.
MERCADITO DE VICENTE SANCHO TELLO
FIN
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