La esquina de los rusos

La esquina de los rusos

Miguel Fernández

06/04/2016

Todo el mundo en el barrio la conocía por el sobrenombre de la esquina de los rusos.  No es que los rusos del barrio hicieran nada especial allí. Ni los rusos, ni los pakistaníes con sus tiendes de verduras, o los chinos con el veterano “todo a 100”. No trapicheaban, no ejercían de macarras, ni nada parecido. Solamente se reunían por las noches, en verano (no debían estar acostumbrados al calor), y se ponían a parlotear en su idioma, de manera estridente, es de suponer, que sobre sus cosas, pues nadie en el barrio sabía ruso, salvo ellos (o cualquier otra variante que por aquellas zonas tan frías se hablase). Lo mismo ni eran rusos, sino simplemente de por aquellos lares y a todos nos parecían rusos. Ninguna otra etnia del barrio tenía un particular punto de reunión. Los sudamericanos eran más de festejar en sus casas. Me constaba que otros tenían la suya en otras partes de la ciudad siempre que estuviera cerca del lecho del río o en algún parque o zona verde. En ese sentido, los rusos eran más urbanitas. Hasta la gente de color tenía sus barrios cual Harlem neoyorkino. No era que especialmente me molestase la creciente sensación de haberme convertido en un extranjero en mi propia patria, pues a ellos (a todos ellos), no nos engañemos, les resultaría más fácil aprender nuestro idioma, que nosotros aprender los cuatro, cinco o seis que necesitaríamos para hacernos entender por ellos. Era el signo de los tiempos, la peligrosa globalización. Y cambiaban todo el panorama de tu entorno con sus tiendas, sus iglesias, sus actos sociales… Había veces, que, en un alarde de misantropía, me quedaba encerrado en casa, donde me sentía a salvo, en terreno conocido, o cogía un transporte urbano y pasaba el día fuera. Por las noches, como ya he dicho, era peor. El mismo silencio hacia más atronadoras las palabras ya de por sí enigmáticas de aquella gente. Yo vivía en una planta baja y la ventana de mi dormitorio daba justamente a la susodicha esquina. Como mi hogar carecía de aire acondicionado, y tenía rejas en las ventanas, me podía permitir tener las persianas echadas y los batientes separados para dejar entrar la escasa brisa nocturna. Unas mosquiteras caseras completaban el pertrecho. Traté de cambiar de habitación, pero allá donde fuera se introducían aquellas voces. Una noche, estaba tan exasperado que icé la persiana totalmente enfurecido para decirles que bajaran la voz. Me miraron con gesto de sorpresa, pero no hicieron amago de cesar en su parloteo. Siguieron a lo suyo. Ante tal actitud, busqué un cigarrillo y me lo encendí. Volvieron a mirarme. Ofrecí tabaco. El tabaco hermanaba a la humanidad. Me dieron las gracias y las buenas noches, se excusaron en perfecto español y me hicieron partícipe de sus confidencias. Comencé a sentirme cómodo y traté de participar en la conversación. Poco a poco salió el sol. Después de todo no éramos tan distintos. Y Fin.

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CALLE MANUEL SIMÓ

VALENCIA

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