Estábamos como todas las tardes estivales, a la fresca, aprovechando la sombra que el convento profería sobre nuestros patios. Sólo una esquina de la calle trinitarios, estaba soleada. Y asomando por ese reflejo, cargada de maletas, vi por primera vez a Lola. En el escaso trayecto de la calle trinitarios a mi patio, hubo murmuraciones y exclamaciones de desaprobación, muchos «shssss» implorando silencio, como si estuvieran en el cine y no quisieran perderse nada. Cesando el hipnótico contoneo de sus caderas, Lola paró en el número seis de la call Barón de Hervés. «Disculpen, ¿dónde podría localizar al señor Pepe? Dijo, arrastrando «eses» y «erres».

Durante una semana , vimos a Lola, en un trajín de cajas. Los maridos ,convenientemente aleccionados, tenían prohibido ofrecer su ayuda. Asistí, a los testimonios de vecinas que aseguraban que Lola era tal o cual cosa, y supe, que no podía acercarme a ella.

Llevaba Lola un par de semanas con nosotras, cuando, sorprendentemente, mi madre me mandó llevarle un trozo de coca. Subí las escaleras que separaban su piso del mío. Llamé al timbre y esperé. Abrió Lola, con una bata de seda color marfil, y una copa de vino en la mano. Invadió mis sentidos un olor a canela y a clavo, y me adentré en un territorio mágico. Durante unos segundos no me atreví a hablar ni a despegar los ojos del suelo, pero Lola agradeció mi detalle y me ofreció una taza de té. Y esa tarde, empezó todo.

Mi madre, me hacía un minucioso interrogatorio después de cada visita, quería saber de Lola. Ir a su casa era un ritual, su bata de seda, su vino, mi te, y aunque intentaba escudriñar sobre su vida,  acabábamos hablando de mí, de la insignificante vida de una niña de once años. Hablábamos también de cine, de música, de libros. Con Lola descubrí a Edith Piaff, aprendí palabras en idiomas desconocidos, y, me enseñó a amar la literatura.

Que Lola no se llamaba Lola, lo supe desde el principio. No supe su procedencia, ni su edad. Nunca, que supiera, tuvo ninguna visita que no fuera la mía. Y la hostilidad de las vecinas hacia ella nunca cesó. Poco parecía importarle a Lola, que regalaba su sonrisa a cualquiera que se cruzara por la escalera. Yo disfrutaba plenamente de mis visitas semanales. Me deleitaba con sólo escuchar su particular forma de hablar, y apreciaba sus sabias conversaciones. Sin embargo, un día, Lola se fue. La vi partir desde mi balcón, con dos maletas, alejarse por la calle trinitarios un lluvioso día otoñal, y supe que nunca más la vería. Con lágrimas en los ojos subí a su casa. En la puerta había un paquete » Para Jimena, mi niña querida». Dentro, una receta para hacer vino de olor, una preciosa pulsera, y un libro, «Adiós a Berlín», con una reveladora dedicatoria que guardo para mí.

Calle Barón de Hervés, Valencia. España

FIN

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