En 1266, un conquistador catalán entró en Murcia por expreso deseo de su hija, esposa del rey de turno de una tierra aún por definir. 

La conquista del Reino de Murcia vino dada por la rebelión de los mudéjares murcianos, que, apoyados por el Reino de Granada, se opusieron, como haría todo hijo de vecino y como se ha hecho desde que el mundo es mundo, al vasallaje que les imponía la corona de Castilla. Debieron pensar que ningún hombre es esclavo de otro hombre o, quizás, sopesaron las condiciones de dos reinos cultural y políticamente contrapuestos. Quién sabe.

Entonces, el rey, conde y señor catalán de no sé cuántos títulos nobiliarios, dando justicia al apodo de «El Conquistador», entró con su pomposa legión de la Corona de Aragón e hizo y deshizo a su antojo, como cualquier hombre que conquista tierra ajena.

Donde hoy encontramos una preciosa catedral de cinco siglos de estilos arquitectónicos, antes se encontraba la mezquita de la Aljama, centro neurálgico del rezo musulmán.

«El Conquistador» ordenó, salomónicamente, que se trazara una calle diagonal entre la mezquita y la puerta norte de la medina que hoy conocemos como Santo Domingo. Una manera sutil de romper con las intrincadas calles árabes y conectar dos puntos de culto que pronto se dividirían entre los cristianos, situados en la zona oeste de la calle y los mulsumanes en la zona este de a misma.

Poco tiempo hubo hasta que éstos últimos fueron recluidos en arrixacas, lo que hoy conocemos como arrabales, fuera de las murallas de la ciudad, algo que en la historia del hombre se ha ido repitiendo constantemente.

Al final, la calle pasó por todo un largo proceso de transformación. La Aljama se convirtió en una monumental catedral cristiana y en la puerta norte de la medina se alzó un templo del mismo culto para que no hubiera dudas. El reino de Murcia, que ya había sido conquistado, pasó a formar parte de un reino mucho más grande y la religión, como todo en aquella época y en la nuestra, barnizó, de nuevo, una ciudad labrada y construida por un pueblo cuyas manos siempre estuvieron a merced del que conquistaba.

Hoy la Calle Trapería, es una preciosa diagonal que conecta la Catedral de Murcia con la iglesia de Santo Domingo. En ella hay vida. Las generaciones se mezclan entre los adoquines y las reminiscencias burguesas de algún que otro siglo atrás, siguen adornando el paseo más bonito de la ciudad. Su nombre sigue manteniendo su esencia en los comercios que flanquean los extremos de la rúa y la pomposidad se entrevera entre los pedigüeños, inmigrantes y los locos que ríen y gritan a la maraña de . La calle es un canto a la memoria olvidada, o a la historia no enseñada. Una joya de la plata más fina y blanca en el centro de una ciudad que esconde más de lo que enseña, un buen hábito de las ciudades con secretos que quieren ser encontrados.

Fin.

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