Escuché la lluvia desde la cama, después de tres días con fiebre por fin quise levantarme, y ver desde la ventana como las gotas de agua salpicaban una y otra vez en los charcos.
De vez en cuando aparecía uno de los vecinos corriendo con el paraguas en la mano y con los pantalones ya mojados. No recuerdo dónde estaba mamá a esas horas, posiblemente debía estar sentada en una silla de la cocina que daba a un patio interior, pero desde allí uno se perdía todo el ajetreo de la calle.
Yo miraba de la ventana a la puerta, iba de una a otra, y en una de esas ocasiones mi vista se topó con un chubasquero verde que estaba colgado en el perchero, era muy grande para mí, pero la idea ya había empezado a rondarme la cabeza.
La lluvia caía cada vez más fuerte y la escuchaba, cla cla cla, y las tejas dejaban caer el agua como si fuese una cortina.
La casa de enfrente ya vieja en esa época de mi infancia, tenía una acera estrecha donde a duras penas cabía una sola persona, y el agua goteaba justo en el bordillo.
Ahora, yo sabía exactamente lo que iba a hacer, así que me giré despacio, sin hacer ruido, y de puntillas me dirigí al perchero. Allí también estaban colgados un par de paraguas, reconocí el del abuelo porque ya estaba desgastado del mango, debía de haber llovido mucho en su vida, recuerdo que pensé eso mientras me subía al pequeño sillón que había debajo, para poder coger el impermeable.
Triunfal lo agarré, baje despacio, con mucho cuidado de no hacer ruido. No quería que nadie me impidiera realizar mi plan.
Al ponérmelo me di cuenta que casi llegaba a mis pies, pero no me importó, abroché uno a uno los cinco botones que tenía y giré el pomo de la puerta muy despacio. ¡No vaya a ser que mamá se dé cuenta! Pensé.
Nada más abrir la puerta se coló el aroma de la lluvia, ese olor inconfundible a tierra mojada, se metió por la nariz, llegó a mis pulmones y salió por mi boca dejándome el sabor dulce del agua.
Las primeras gotas las sentí en la cara, después en mis hombros, y en pocos minutos mi pelo empezó a gotear, me dirigí a la acera que veía a través de mi ventana y me puse debajo de los canalones, primero permanecí allí quieta, después extendí mis brazos y, corrí arriba y abajo por la calle Caldereros, hasta que ya ni una sola parte de mi cuerpo permanecía seca.
Hubo muchos días de lluvia después de este, pero nunca en ninguno de ellos me sentí tan libre como en aquel. Ahora, después de cuarenta años cada vez que llueve vuelvo a mirar hacía la calle y añoro a esa niña pequeña que corría bajo la lluvia.
FIN
CALLE CALDEREROS – VILLAREJO DE SALVANÉS – ESPAÑA
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