Hoy, cansado del trabajo, he mirado distraído por la ventana y he reconocido tu figura familiar abajo en la calle. Como cada tarde, he distinguido tu cansino deambular, tus gastados tacones, y ese aire indolente con el que cada día martilleas las mismas baldosas. Alguna vez nos hemos cruzado y me has mirado sin verme.
De pronto te he olvidado y he vuelto a mis quehaceres. Cuando miré por última vez conversabas con aire ausente con ese viejo que suele rondarte.
Cuando he vuelto a mirar ya no estabas y sin embargo por primera vez te he visto. Para verte, he tenido que cerrar los ojos y subir contigo a tientas, como borrachos, las anchas escaleras de la pensión donde oficias; he sentido el aliento a vino rancio del viejo que siempre te ronda. Nos hemos detenido en el rellano y un sabor ofidio, de lengua invasora, me ha impregnado la boca; las manos del viejo nos buscaban; una araña velluda había hecho presa en tu pecho y lo retorcía, al tiempo que otra se afanaba buscando bajo la falda tu entraña de ser híbrido, mitológico, irreal.
He visto luego el camastro alquilado por horas donde saldas tu mercancía. Te he vislumbrado retirando la raída colcha mientras las hirsutas patas ejecutaban en tu piel, con artrópoda dactilografía, la más vieja e innoble de las partituras.
He necesitado huir de ese cubículo y te he pensado en otras calles. Sé que tuvo que haber otras. He entrevisto, como soñando, una muy lejana, hecha de tierra, en una aldea pequeña. Al final de esa calle sin asfaltar de nuevo te he visto, adolescente, casi niño…
No tenías esos pómulos prominentes pergeñados por manos carniceras; tu tez, sin el engaño del colorete, era morena como ahora; tus labios, sin el disfraz del carmín, eran femeninos y sensuales; tus pestañas, sin el realce del rímel, largas; los ojos eran verdes como el mar del Brasil que asomaba tras las cañas, en el pequeño puerto; tú lo mirabas, imaginando otros mundos, otra vida.
Como en una revelación, oí cómo tu madre amorosamente te llamaba: “Diogo, meu filho, volta para casa”, pero tú, Diego, –también he imaginado para ti un nombre– no querías oírla. Sólo tenías ojos para ese mar.
Lo cruzaste. Recorriste otros países, anduviste otras veredas. También mudaste de nombre. Todo quisiste borrarlo.
Y es ahora cuando vuelvo a verte: el viejo se ha ido y tú estás sobre la cama, desnuda, vacía, sola, como un residuo lejano que la marea hubiese abandonado en la orilla. Entonces pienso en mi cuerpo fofo de oficinista, invisible a los ojos del deseo, y en el tuyo, labrado de salivas y trato mercenario, y siento que son uno en su desoladora orfandad. Cuando despierto de mi ensoñación, leo el letrero que da nombre a tu calle y la mía: Desengaño.
Hay días, amiga, en los que siento que un dios implacable, calvinista e irónico juega a gastarnos bromas de dudoso gusto.
CALLE DEL DESENGAÑO, MADRID.
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