28 de diciembre. María se sienta delante del televisor. Quiere ver “Inocente. Inocente”, ese programa que la transporta año tras año a su niñez.

¡Ah! Su infancia. Su cabeza viaja en el tiempo hasta aquel edificio donde vivía entonces con sus padres. Y recuerda a Óscar, Maica, Carlos y Merceditas, sus inseparables amigos, de los que no ha vuelto a tener noticias. Evoca lo bien que se lo pasaron aquella tarde al igual que tantas otras que pasaron juntos.

Aquel día de los Santos Inocentes se les ocurrió gastar una broma a Don Anselmo, el vecino del edificio de enfrente. Ese señor gruñón, con bigote y bastón que odiaba a los niños, blanco de todas las bromas infantiles del barrio. Cada vez que veía a los cinco juntos, los amenazaba levantando al aire su cayado maldiciendo a los chiquillos. Todos salían corriendo a carcajadas sin entender por qué se enfadaba tanto con ellos.

Pero ese día Don Anselmo sí hubiera tenido motivos para enfurecerse. Sin embargo, nunca supo quién había sido el cerebro de esa broma. Y si lo supo, esa vez no alzó el bastón al aire.

Óscar, como siempre, tuvo la idea: ¿Por qué no cogían un trozo de celo y lo pegaban en el timbre del viejo gruñón? A los demás, el plan nos pareció estupendo. Dicho y hecho. Bajamos a la calle, pegamos el trozo de adhesivo a su timbre y rápidamente subimos al balcón de Maica desde el que veríamos su reacción sin perder detalle.  Cogimos las cartas y, para disimular, empezamos a jugar a la brisca. Cada dos por tres teníamos que entrar al salón para ahogar nuestras risas.

Enseguida empezamos a oír a nuestro refunfuñón vecino que subía su tono de voz a través del interfono: ¿Sí?, ¿Sí? ¿Que quién es?, Me cago en la leche; estos niños. Abandonó el interfono y unos segundos después asomó su cabeza por su balcón mirando a derecha e izquierda sin explicarse quién llamaba a su puerta con tanta insistencia. Naturalmente no vio a nadie. Entonces volvió al interfono y a gritar. Así un buen rato hasta que decidió bajar a la calle. Desde el portal buscaba pillar in fraganti a los autores de la broma. Pero no; gritó, subió y bajó las escaleras, miró por el balcón, pero fue incapaz de descubrir a los malhechores.

Después de casi una hora descubrió el trozo de celo en su timbre ya quemado. Lo despegó y levantó su mirada hacia nosotros que seguíamos jugando inocentemente a las cartas sin perder detalle de sus movimientos y conteniéndonos la risa. No alzó el bastón hacia nosotros, pero su mirada nos dejó claro su cabreo. Tanto que echaba humo por las orejas.

Las imágenes infantiles se difuminaron haciéndola volver a la realidad cuando María oyó la voz de su hija de cinco años: “Qué divertida esta broma, mamá”. Ella distraída pensó: “Sí, hija, muy divertida” mientras se iban desdibujando aquellos maravillosos años en su cabeza.

FIN

C/ TORRES QUEVEDO, SALAMANCA

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