Apenas encontré un abrigo con capucha salí de casa sin rumbo. El otoño se anunciaba, gris, tristón; era domingo, claro.
Salí enojada, las razones no importan, pero mi ánimo hizo la caminata más interesante, uno se siente poderoso cuando camina enojado, eso me dio fuerzas para salir de mi cama un domingo lluvioso, caminar incontables cuadras por el barrio que me hace quien soy (Sugestionada por el libro de Bolaño que leía justo antes, donde el protagonista deambula por la ciudad buscando su identidad; literal y literaria). A medida que iba dejando atrás mi cama, mi libro, el enojo fue mutando en nostalgia, melancolía quizás, era una angustia que hacía mi paso cada vez más lento. Empecé a caminar por la calle de mi infancia, sentía a cada paso como se desgranaba mi niñez, sentía sobre mis hombros el incómodo peso de la responsabilidad de mi existencia, nada tenía vuelta atrás, pocos días me separaban de mi cumpleaños, iba cumplir más edad de la que nunca había cumplido, iba a ser más vieja de lo que nunca había sido, y en esas cuadras quería detenerme para siempre.
Me encontré con aquella casa, mis deseos de entrar fueron irremediables. Entrar y encontrar el ruido del taller de papá, que sonaba desde el piso más alto, buscar a mi primo y correr juntos hasta el limonero del fondo para prepararnos limonada con más azúcar de la recomendada por cualquier adulto, ir a la cocina y pedirle a la tía un poco de dulce de leche, subir las escaleras de mármol y sentir la risa de mi abuela resonando en la claraboya, el olor a casa vieja, grande, con rincones para todos.
Pero no entré; miré con desconcierto las puertas y ventanas quietas, no vislumbré ninguna señal de vida, solo una casa quieta, una más de la cuadra, sin niños, abuelas, padres, sonidos, ni aromas de infancia, solo una casa de considerable belleza arquitectónica,vacía,muerta.
Los bares me llamaban a entrar, a pedir un trago, o dos, torturarme con reflexiones nihilistas sobre mi desacertada adultez, mi inexperiencia, mis errores y carencias, cuestiones de seres que pierden tiempo zambulléndose en su idealizada desgracia. Pero no tenía plata y una botella de vino me esperaba en mi actual casa, a la que sí puedo entrar y en la que encuentro sonidos, aromas y voces familiares. Empecé a caminar rápido. Reconozco que las gotas que empezaron a caer revivieron las ganas de revolcarme en mi dolor con la atmósfera poética de la ciudad una noche dominical, lluviosa y fresca, pero eso no me detuvo, tenía un lugar al que llegar; aceleré el paso, el enojo volvió a invadirme, a habitar mi ser, mis movimientos.
Llegué a casa, la cama volvió a atraparme y volvió a atraparme la lectura, ahora con vino implícito. Me aferré a ellos como si la caminata nunca hubiera sucedido, como si no hubiera tenido una abrupta despedida de niñez, con cierta esperanza de volver a encontrarla.
FIN
CALLE DURAZNO, MONTEVIDEO.
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